My tailor is rich

Yo empecé a estudiar inglés con 10 años, en el colegio, como clases particulares. Aprendías lo básico, pero creías que conocer algo el idioma te hacía ser, a tus diez años, alguien distinto, al menos en tu casa, donde nadie más sabia nada que no fuera el español. Cuando en sexto de EGB la asignatura apareció en el temario como una más yo ya llevaba dos años recitando números, colores, nombres de objetos, animales y I am y I am not, tanto como para que esa experiencia de tres años me hiciera llevar ventaja. Después. cuando empecé el insituto me matriculé a la vez en la Escuela Oficial de Idiomas. Tenía inglés por la mañana y por la tarde, casi a diario, con el agravante de tener el mismo libro de texto, no sólo en primero sino también en segundo y tercero, de forma que cuando terminé mi segundo COU ya estaba en quinto de la Escuela, habiendo repetido cada tema de cada libro dos veces, con profesores y compañeros diferentes. Creo recordar que cuando aprobabas tercero tenías algo como el First o algo así, pero nunca lo solicité porque aspiraba a sacarme los cinco cursos y tener así el título que te daban con aquello, que tampoco recuerdo. Finalmente en mi segundo año como universitario, tras tres quintos, tiré la toalla para sacarme la carrera, esa «con tantas salidas profesionales», en la que también estudié inglés como optativa dos cuatrimestres de tercero. Pude convalidarla, pero preferí asistir y aprender vocabulario de construcción. Antes de terminar la carrera, estando de becario, llegó un proyecto para estudiar en la oficina en el que los planos estaban en inglés. Yo no tenía nada que perder y bastante que ganar y me atreví a ofrecerme. La superiora de todo aquello, que ahora es la superiora de mi amigo Casper, llegó a reconocerme aquel trabajo. Y para mi, un recién llegado, resultó una experiencia muy gratificante el hecho de poder utilizar parte de ese vocabulario que tenía fresco para lucirme un poco. Después, el resto de proyectos, siempre fueron en castellano, excepto algún plano de los que mandaban de USA para la Ciudad Financiera. Todo era siempre lo mismo, las mismas palabras, los mismos textos. Podías recitar partidas idénticas año tras año, sin cambiarles una coma. Y así, poco a poco, año tras año, la construcción se dedicó a hacer casas y a reventarnos el futuro y mi inglés fue cayendo en el rincón del olvido que tiene el cerebro. El mismo sitio donde acabó mi interés en aprobar quinto «algún día» o en solicitar algun titulo que hubiera conseguido, que tampoco se correspondería con mi conocimiento actual del idioma. Así que me voy, como primer objetivo de la aventura, a rescatar de ese rincón todo lo que aprendí durante 12 años y poder volver diciendo que, de verdad, sé hablar inglés.

Adiós, don José

Haz el ejercicio de buscar a un menor de 10 años y pregúntale si sabe quién era Miliki. A lo mejor es él quién te pregunta a ti, al oírte hablar hoy de él o al oír su nombre hoy en la televisión. No vayas al grano. No seas directo. Dile la verdad. Dile que te sentabas en el suelo delante de la tele incluso antes de que apareciera en ella. Dile que estabas con tus hermanos, y con tu madre, o con tu padres incluso, y a lo mejor hasta alguno de tus primos. Varias edades juntas para hacer lo mismo. Para ver lo único que se podía ver. Dile cómo era la tele. Dile que era una caja enorme de madera con una pantalla casi redonda, casi esférica. Sobresalía uno o dos centímetros del pano que conformaba el mueble del salón. Que había que esperar desde que se daba al botón hasta que aparecía la imagen; que a veces tardaba en llegar el sonido unos minutos. Y tras todo esto salía un señor con una nariz y un sombrero redondos, un camisón largo y unos zapatones y que todo era gris, blanco y negro. Su nariz, sus zapatones, su sombrero y su camisón. No había alegría de colores en nada de los que aparecía en esas 625 líneas. Y que ese señor, un payaso, preguntaba: «Cómo están ustedeeeeees?» Y los niños que estaban a su alrededor, y los que seguíamos sentados en el suelo mirando aquella caja y a aquellos personajes que aparecían en la pantalla, contestábamos: «Bieeeeen!». Y él, con cara contrariada, volvía a preguntar, como si no hubiera oído nada. «Cómo están ustedeeeeeees?» Y volvíamos a contestar más alto, desde la tele y desde casa: «Bieeeeeeeen!» Así hasta tres o cuatro veces. Y que después durante media hora o incluso más tiempo no hacíamos nada más que reír y cantar con con un señor gris que aparecía en esa pantalla. Si no encontraste a un niño al que contarle esto piensa en uno. Piensa en si aguantaría delante de una televisión en blanco y negro viendo algo tan sencillo y tan básico como eran Los Payasos de la Tele. Yo tengo la sensación de que no. Y eso me hace pensar que algo hemos hecho mal nosotros, los que crecimos con Miliki, para no haber sido capaces de transmitir aquello a nuestros niños de ahora. Nosotros no necesitábamos mucho más que aquello. Podrían nuestros niños de ahora hacerlo? Quizá eso nos ha llevado adonde ahora estamos. Si alguna vez pensamos que podríamos conseguir que nuestros niños de ahora fuesen un poco como los que fuimos nosotros, su muerte supone que nunca lo conseguiremos. Hasta siempre Miliki.

24 puntos

Los primeros siete llegaron de forma fortuita y muy temprana. Yo tenía dos o tres años y corría jugando delante de mis primos mayores con el sonido de nuestras madres de fondo diciéndonos aquello de «cuidado, os vais a hacer daño». Yo me lo hice, frenando con mi frente contra el marco de una puerta, a consecuencia de lo cual me abrí una brecha para la que fueron necesarios siete puntos. En el centro de la parte alta de la frente, unos milímetros a la izquierda. Durante muchos años esos siete puntos fueron mi única marca, sin más cicatrices ni operaciones ni huesos rotos; y además discretos, al tener un flequillo que los ocultaba. Con los años el flequillo desapareció y la cicatriz se mimetizó con mi frente hasta casi desaparecer. Hace un mes entré en un quirófano por primera vez. Me operaban de una hernia inguinal bilateral, dos cortes a 45 grados a ambos lados de mi abdomen. Esta vez fueron seis y ocho grapas respectivamente. Grapas con el aspecto integral de grapas Petrus de papelería, más molestas que desagradables, que me retiraron a los quince días. Ayer se cumplía un mes de mi operación y al despertar por la mañana comprobé que estaba prácticamente recuperado, a excepción del propio proceso de cicatrización, que siempre lleva algo más de tiempo. Un buen momento para recuperar la vida completa que había tenido pausada en parte. Pero el destino quiso que anoche ese estado cambiara bruscamente. De la forma más absurda posible, un cuchillo que sujetaba mi mano derecha y que debía abrir el envase de un trozo de lomo, salió despedido con fuerza del plástico para cortarme tres centimentros en la zona dorsal de la prolongación del dedo pulgar de la mano izquierda. No sé por qué motivo después de eso, y de llamar a mi padre para que viniera a buscarme y me llevara a urgencias, me bajó la tensión, perdí el conocimiento y, en palabras del parte, sufrí «un síncope» en los diez minutos que pasaron desde que monté en el coche hasta que me cosieron la herida, sin importancia por otro lado. Cuando empecé a encontrarme mejor descubrí que recibía suero por una vía colocada en la mano derecha y que en la izquierda, que tenía adormecida, un apósito ocultaba una marca nueva: tres puntos más de sutura, que hacen un total de 24 repartidos por mi cuerpo. De vuelta a casa, ya en la cama, sonreí al sentir el alivio de que la nueva cicatriz deshace la simetría que, llamadme loco, mis anteriores marcas formaban.

20 años

El tren salía de la estación de Chamartín a eso de las nueve de la noche, compuesto por una máquina tractora y seis coches-cama, con diez compartimentos por coche y seis literas en cada compartimento. Habíamos llegado allí en autocares y ahora ocupábamos los coches del tren. Los dos primeros y algo más de la mitad del tercero iban llenos de chicos y los otros tres coches y pico de chicas, ordenados por el mismo orden alfabético que seguían nuestros cursos, de la A a la M. Aquella era la primera excursión del Bachillerato y no era una excursión convencional. Para empezar se hacía en tren, que arrancaba de Chamartín y enfilaba dirección sur para llegar a Sevilla a las 8 de la mañana del día siguiente, lunes 11 de marzo de 1991. El día se pasaba en Sevilla, visitando (las obras de) la Expo, un recorrido en autobús por la ciudad y la visita a la plaza de España, para terminar de nuevo a las 9 de la noche en la estación de Camas, de donde partía un nuevo Talgo dirección Madrid, que nos devolvería a Chamartín, y de allí a la puerta del Instituto. Han pasado veinte años de aquel día, que no recuerdo fresco y que he tenido que consultar en viejos libros con anotaciones. Recuerdo al guía contándonos desde el autocar de qué país era éste o aquel pabellón, o mejor, las obras de construcción de esos pabellones. Recuerdo que entramos en el pabellón que después se incendiaría, y que vimos una proyección en 3D con unas gafas de cartón que aún conservo en una caja de zapatos. Recuerdo un Curro, lleno del aire que le generaba un ventilador interior, dándonos la bienvenida y haciendo aquellos aspavientos que nunca llegué a creer saludos. Recuerdo subir a la torre del Banesto, que giraba mientras ascendía y que después aparecería al final de Nadie conoce a nadie; recuerdo lo acogedora que me pareció la vista de Sevilla desde el aire. Y recuerdo lo imponente que me pareció la Plaza de España y lo majestuosa de su planta. Pero por encima de esos recuerdos permanecen dos sentimientos más. Primero una suposición: la creencia de que aquel día, en medio de tanta grúa, hormigonera y casco blanco, inconscientemente me enamoré de la construcción.  Y segundo una realidad, que son las tres personas que, después de pasar un día en Sevilla conmigo hace veinte años, aún hoy siguen a mi lado.

Calvo

Participo desde hace años como panelista de dos empresas. Con una de ellas me relaciono a través de un pequeño software que, instalado en mi equipo, proporciona datos acerca de mi navegación por internet; algo parecido a los audímetros que algunas personas tienen en sus casas y con las que se establecen las audiencias de la tele. No hago nada más. A cambio recibía mensualmente la revista El Mueble, que yo había elegido previamente, de un catálogo de publicaciones. Hace unos meses decidí cambiarla por la revista deViajes, y ahora recibo las dos. Con la segunda la relación es mucho más interactiva. Con una frecuencia variable recibo en mi correo encuestas sobre temas y productos, la gran mayoría, muy variados; incluso en alguna ocasión he visto y conocido productos antes incluso de que se pusieran a la venta, y en algunos casos el resultado de la encuesta ha debido ser tan sumamente malo que no se han llegado a  comercializar. Completarlas lleva una media de diez a quince minutos y a cambio genero puntos que puedo canjear por vales de descuento en algunos comercios o donaciones a ONGs. Una de las últimas que me ha llegado ha sido imposible completarla, ya que mis respuestas eran siempre del tipo «no», «no uso» o similares…

Pre-inscrito

Fui al dentista a las diez, porque tenía cita para la revisión de la férula. Después de mirarme las encías y comprobar que están perfectamente y que mi sensibilidad ha desaparecido, el dentista procedió a examinar la férula. Hasta cuatro personas miraron asombradas las marcas de todas mis piezas inferiores en la férula, algunas con más de un milímetro de profundidad. —Sueñas cuando duermes? —me pregunta el dentista. —Me supongo, pero no lo recuerdo. —Mejor, porque con estos mordiscos… Salí del dentista y me subí a Madrid. Tenía que recoger una documentación cerca de Sarajevo la calle Serrano, de donde conseguí salir entre tanta valla «tipo Ayuntamiento», tanta pilotadora de pantallas y tanto newjersey de plástico. Alcalá, Gran Vía y Princesa. En esta última un Peugeot 107 azul marino, nuevo, con un peluche en la bandeja trasera y una L resplandecientemente nueva, formaba un espectacular atasco. La pobre conductora no era capaz de echar andar el coche calle arriba frente al hotel Meliá. Lo calaba una y otra vez. Y otra más. Y otra. Cuando conseguí adelantarle recordé mi primera experiencia en hora punta en la cuesta de san Vicente, que fue bastante parecida, pero con un Renault 7. Llegué a la Escuela de Aparejadores, mi escuela, con mucha seguridad (toda la que me faltó en anteriores visitas) a solicitar mi expediente académico. Yo pensaba que ser antiguo alumno tendría alguna ventaja, pero no: me tocó aguantar pacientemente la cola de secretaría como toda la vida, entre alumnos con matrículas y mucho jovenzuelo. Al llegar a la puerta descubrí otro motivo de desesperación más: la Ley de Protección de Datos. Al entrar me encontré con «las pilinguis». Aún hay dos de las tres que conocí. «Las pilinguis» son las funcionarias de secretaría y las llamábamos así porque su estilismo en los noventa era aún ochentero: mini-minifaldas de cuero, vaqueras, pelos cardados, abuso de la laca, tintes rubios con raíces negras… Ahora ya no llevan tanto retraso temporal en su indumentaria y vestían ropa perfectamente de moda a primeros de siglo. La rubita (de bote con raíces negras) de siempre me atendió. —Es por lo de la Ingeniería de Edificación? —me dice sonriendo. —Sí —le digo yo sonriendo más. —Dame tu DNI. Se lo doy y lo teclea en la base de datos. En ese momento aparece mi ficha en pantalla y, lo peor, mi foto, una foto de 1996. Ella ha mirado la foto y después ha cotejado la del DNI. Y después se ha girado para mirarme la cara mientras yo sonreía y le ponía ojitos de «no-hagas-comentarios-sobre-el-pelo, porfa«. Me entrega mi expediente, me sonríe de nuevo, le doy las gracias y me voy al Rectorado de la Universidad Politécnica a entregar el expediente y el resto de la documentación. Allí había otra cola más, esta más heterogénea, porque los papeles que la gente entregaba eran variados y con diferentes colores. Me entretengo leyendo el periódico en el móvil mientras la cola avanza y llega mi turno. —Vengo para la presentar la pre-inscripción en el Grado —le digo a la chiquilla del mostrador. —Muy bien. Déjame la documentación. Le hago un par de preguntas sobre una fecha que no tenía clara y que tenía que rellenar y me dejo a propósito una casilla sin rellenar. Entonces me entero de que hay un examen, «una prueba» (como me dice ella) la semana que viene. Así que sí. El próximo miércoles tengo que ir a la Escuela ha hacer un examen de inglés, del que aún no han colgado nada en la página y que creo que no me voy a preparar. Y sí, ya estoy pre-inscrito para poder matricularme en septiembre en la Universidad y sacarme el Grado en Ingeniería de Edificación. Veremos si paso la prueba de inglés, si paso la ecuación de baremo (que incluye la nota de Selectividad), si consigo plaza y si al final me matriculo o no…

Bluff

Una lluviosa mañana de sábado de 2004 llegué en cercanías a la estación de Atocha y, después de llenarme los zapatos de barro, conseguí acceder a la caseta de obra donde me esperaba mi compañero Ingeniero de Obras Públicas con un casco, un impermeable y unas botas de ingeniero. «A buenas horas», pensé mientras me las calzaba. De allí salimos para montarnos en un trenecito de tamaño XS que nos llevó hasta un lugar indeterminado bajo la calle Hortaleza por donde avanzaba a buen ritmo la tuneladora que horadaba el segundo túnel de la risa. No sé si ya por entonces la empresa adjudicataria de la construcción de la estación de Sol (distinta de la nuestra) había empezado la obra o no. Lo que recuerdo es que cuando el túnel entró en servicio el año pasado hice un viaje por él para mirar, como un niño con la nariz pegada al cristal, lo que se intuía desde el túnel de la futura estación. Pero hoy, cuando he salido del tren y he llegado al final de las escaleras mecánicas de subida he pensado que la estación era un gran bluff. No sé qué esperaba; realmente nada, puesto que ya la había visto por la tele y en internet; quizás que al verla en directo me impresionara algo más. Pero nada de nada. Me ha parecido una estación de cercanías subterránea más. Ni joya de la corona, ni joya siquiera. Arquitectónicamente. Como obra es, evidentemente, un obrón de campeonato que ha dejado la Puerta del Sol y la calle Montera más huecas aún de lo que ya lo estaban. Y como infraestructura es algo que a la ciudad le va a venir muy bien (como esa línea que quieres hacer, Pepiño, transversal a las de la risa. Sácala a concurso ya!!). upongo que eso es lo que me hace diferente: todo el mundo despotrica sobre la salida acristalada y poliédrica y a mí es lo único que me gusta…

Dónde

Este fin de semana he compartido ratos con mucha gente: amigos y conocidos; con algunos, a los que no he visto, he hablado por teléfono, mi nuevo teléfono (que no es un iPhone). Pero una de las personas que más presente ha estado este fin de semana en mi cabeza ha sido alguien a quien no veo desde hace veinte años. Cosas del remember. El sábado mientras hacía la casa y deambulaba, mientras ponía lavadoras y preparaba la comida, en la radio sonaba la discografía ochentera de Michael Jackson. Y entonces apareció ella en cada uno de esos temas. Apareció aquella cinta de vídeo beta donde su hermana grababa vídeos de la tele, aquel vídeo que nuestros padres no nos dejaban ver «porque era de miedo», nuestras teorías sobre llamar dirty a Diana Ross en una canción «con lo amigos que eran» o nuestras imitaciones del We are the wolrd. Pero también aparecieron mis primos, en aquellas tardes de año nuevo en las que imitábamos el moonwalk o aquel Annie are you ok? en el que se perdía la verticalidad sin levantar los pies del suelo. Y más y más recuerdos a cada canción, todos diferentes, algunos casi olvidados. Y estos te llevaban a otros, y estos a su vez a otros más lejanos… Cuando alguien que ha estado tan presente en tu vida, sin casi notarlo, desaparece y todos esos recuerdos emergen desde el fondo de la memoria hasta la superficie, aunque sea para volver a hundirse después, es imposible no sentir el paso del tiempo en toda su magnitud, sentirte envejecido en un momento y darte cuenta una vez más de dónde estabas, dónde querías estar y dónde estás.

Día de la madre

En 1982 el día de la madre se celebró el domingo 2 de mayo. Yo tenía seis años, estaba en segundo de preescolar y, como regalo, la profe nos hizo pasar uno a uno por su mesa para que estampáramos la huella de nuestra mano derecha sobre un pegote de arcilla en el que ella escribía nuestro nombre y la fecha y al que después pintaríamos el contorno de rojo y envolveríamos como si se tratara de un auténtico tesoro. Hoy domingo 3 de mayo de 2009, 27 años y un día después, hemos vuelto a celebrar el día de la madre, y me he reencontrado con mi huella hollywoodiense, que mi madre conserva desde entonces como lo que es: un auténtico tesoro. Feliz día a las madres! Feliz día a todos!

Cien días

Como una luna nueva, como el metro de Madrid, negro como una caries o un septiembre estudiantil, como la certeza de que no sueñas conmigo, negro era aquel bar donde se esconden los malditos de los amaneceres, de los repartidores de periódicos, de las agujas del sol, del amor del prójimo; allí la encontré. (…). Alguien me contó que llevaba cien días encerrada en aquel bar pidiendo fuego, alguna pista, que le ayudara a encontrar la luz dentro del laberinto, el mapa donde está escondido el mar donde arden las promesas, donde solías naufragar. Cien días escondiéndose del gris cielo de marzo y sus atascos, tragando niebla por la nariz, soñando contigo en los lavabos, jurando no salir con vida, sellando todas las salidas, buscando en un mar de ginebra una playa en la que encallar. Besó una copa llena de cenizas, me miró, me dió el humo de sus manos, lo fumé; a cambio yo le conté que la ciudad la estaba esperando, que afuera llovían madreselvas, que se acercaba el verano; que qué iba a ser de nosotros si decidía no venir conmigo, que saliera a desafiar al alba y sus asesinos; así le hablé. Sonrió cansada y perdida, se abrió su boca azul, besó de nuevo la copa, se marchó y toda su luz fue devorada por la puerta de un servicio donde mujeres sin alma te empujan al precipicio. Serán 101 días encerrada en la negrura de este bar. Yo salí a la calle y olvidé pagar. Y me marché. Cien Días / Ismael Serrano / La traición de Wendy / 2002

Ayer y hoy

No sé como llegué a ese vídeo, pero al final acabé ahí, viéndole. Entonces empecé a reirme, a carcajadas, no por el vídeo, sino por el recuerdo. El recuerdo me ha llevado a 1988, a una clase de música en el colegio. Aquellas clases consistían en intentar aprender lo que era un pentagrama, las notas, su colocación y cómo convertirlas en música con ayuda de una flauta. Y demostrarlo, claro. La demostración consistía en interpretar una pieza y había que hacerlo de uno en uno y los demás, mientras, escuchábamos. En general lo hacíamos, pero eso no era incompatible con leernos las revistas que para la ocasión las chicas se traían. Y allí estábamos, escuchando una y otra vez La canción de la alegría, mientras veíamos a las estrellas adolescentes del momento, las nuestras, y leíamos los consultorios sobre sexo, mi primera vez o el clásico «Cuéntaselo a Emma». En aquellas revistas descubrí a Jason Donovan y su pelo rubio rubísimo y su tazón. Yo quería tener un pelo así, porque por entonces tenía pelo como para poder desearlo, y para conseguirlo me lo aclaraba con manzanilla y todo. Nunca conseguí tenerlo igual, mientras lo tuve en aquellas cantidades, que ya casi ni recuerdo. No he podido dejar de recordar todo esto y reirme de ello y de mí al ver al hijoputa del Jason Donovan con casi el mismo pelo que hace más de 20 años. Ayer: Y hoy:

Paso de cebra

Espero que el muñeco rojo se apague. Los semáforos son nuevos ahora y los muñecos y los discos de colores son de puntitos, de leds que, dicen, se ven mejor en malas condiciones de visibilidad (esto no es Londres, pero se agradece igual). Está desproporcionado. Tiene unas piernas y unos brazos anchos, en relación con el cuerpo y la cabeza. Y unos zapatones tremendos. Parece hosco. En lo que desaparece pierdo la mirada en las franjas azules y blancas que componen el paso de cebra (o cómo mezclar una señal estándar con los colores corporativos del Ayuntamiento). Si me abstrajera un poco más, si el semáforo fuera a durar un poco más, podría perderme en el azul de las franjas y pensar que es el cielo o el mar de cualquier playa remota. No suena nada, solo la música de mi iPod. Se ve gente que espera, coches que vienen y van, autobuses, pero sin sonido. El rojo se apaga y aparece el muñeco verde. Es más estilizado que su compañero, sus piernas son largas y delgadas y están en proporción con su tamaño; se parece más a mí. Está andando y su zancada arranca la mía, de metro, que hace que solo pise un color mientras ando. Decido pisar el blanco esta vez, para no mojarme las zapatillas con el agua de la playa; para no sentir vértigo al andar sobre el cielo. Espero el segundo semáforo, a la vuelta de la esquina, y pienso la cantidad de veces que lo habré cruzado en mi vida. Sin duda es el paso de cebra que más he pisado nunca. Echo cuentas gordas y mentales mientras espero el segundo cambio de color, pensando sólo en una parte de mi vida: once años yendo al colegio, al mismo colegio, cruzando a diario ese paso de cebra cuatro veces al día, cinco días a la semana, cuatro semanas al mes, nueve meses al año…  dos carriles en un paso, tres en el otro, tres metros por carril… 120 kilómetros en once años sin haberme alejado más de 50 metros de la puerta de casa de mis padres… a veces llegamos más lejos de donde realmente nos parece.