DosMilTrece

Pocas veces hay tanta diferencia entre doce meses. Este año anodino, otro más, me ha permitido ver dónde estaba al principio y dónde ahora, ver las cosas de aquí y de otros sitios, de bastantes, y comparar. Me ha permitido ver crecer a mi sobrina, de un bebé a una niña. Pero sobre todo he aprendido a mirarme yo, a ver lo de dentro, lo que no solemos mirar. Y la conclusión a la que llego es que todos los años son, más o menos, similares. Somos nosotros los que vemos las cosas que nos interesan de ellos, las buenas o las malas, y los que le ponemos la etiqueta. Mi año no ha sido ni bueno ni malo. Ha sido diferente. Y muy intenso. Vamos a por el catorce. Feliz año!

Me largo

Llega un momento en el que por mucha paciencia, calma, mesura, psicólogo y optimismo que pongas, simplemente no puedes más. Llega un momento en el que dudas ya de todo, en el que no tienes valor para tomar decisiones o arriesgar, en el que estás muy maniatado. Llega un momento en el que sientes, en el que ves, que estás tocando el fondo. Y lo malo no es tocar el fondo, lo malo es que la superficie está ya muy lejos. Tanto que aunque quisieras tocar el fondo para impulsarte ya no podrías llegar a la superficie a tiempo antes de consumir todo tu oxigeno. Y a tu alrededor, en cualquier dirección, todo es lo mismo, todo es igual. Lo siento, pero me largo. En los últimos cuatro años y medio he trabajado uno y medio. Un año y medio interminable en el que cada día era peor que el anterior, hasta hacerme desaparecer, literalmente. Durante el resto del tiempo estudié, cursos de formación, de reciclaje, de otras cosas, de cualquier cosa. Gasté bastante dinero porque, inexplicablemente, el Servicio Regional de Empleo y otros entes del estilo no me concedieron más que un curso de los cientos que solicité de todos los solicitables durante esos años. Me apunté a bolsas de trabajo, portales de empleo, listas de correo, grupos de LikedIn, contactos, de uno, de otro, de Maroto, del de la moto. Y todo para seguir viviendo en mi casa, de la que solo poseo un tercio, con el coche guardado en un garaje y dependiendo económicamente de mis padres y familia, como hace 15 años, cuando estudiaba Aparejadores, «una carrera con muchas salidas». La próxima salida pasa por el aeropuerto. Voy a ejercer mi derecho como ciudadano de la Unión Europea de «movilizarme» a otro Estado miembro. O lo que es lo mismo, más claramente, me voy. Me voy fuera. De momento tengo un billete de ida, lugar donde vivir durante un mes, clases de idioma y todo un camino por delante, quizás uno de los más inesperados de mi vida, pero por el que creo tengo que transitar. Puedo terminar en Barajas el 15 de julio. Pero también puede ser diferente. El no estar aquí un tiempo, ya lo hace distinto.

2012 en 4 minutos y medio

Seis meses trabajando, cuatro locales comerciales, un par de gilipollas por el camino. Seis meses parado, dos cursos, cero expectativas. Una operación, dos cicatrices, catorce puntos; un corte fortuito, otra cicatriz, tres puntos. Una boda, un bautizo y un funeral. Tres islas, un apóstol, una ría, Granada, Segovia, Toledo, Soria, Tudela. #Ryanair=Ladrones. Una multa, 300 euros, dos puntos. El fin del mundo que no fue. Y mi primera sobrina! (y ahijada) que pasaría perfectamente como hija mía. 2012. Feliz 2013!

24 puntos

Los primeros siete llegaron de forma fortuita y muy temprana. Yo tenía dos o tres años y corría jugando delante de mis primos mayores con el sonido de nuestras madres de fondo diciéndonos aquello de «cuidado, os vais a hacer daño». Yo me lo hice, frenando con mi frente contra el marco de una puerta, a consecuencia de lo cual me abrí una brecha para la que fueron necesarios siete puntos. En el centro de la parte alta de la frente, unos milímetros a la izquierda. Durante muchos años esos siete puntos fueron mi única marca, sin más cicatrices ni operaciones ni huesos rotos; y además discretos, al tener un flequillo que los ocultaba. Con los años el flequillo desapareció y la cicatriz se mimetizó con mi frente hasta casi desaparecer. Hace un mes entré en un quirófano por primera vez. Me operaban de una hernia inguinal bilateral, dos cortes a 45 grados a ambos lados de mi abdomen. Esta vez fueron seis y ocho grapas respectivamente. Grapas con el aspecto integral de grapas Petrus de papelería, más molestas que desagradables, que me retiraron a los quince días. Ayer se cumplía un mes de mi operación y al despertar por la mañana comprobé que estaba prácticamente recuperado, a excepción del propio proceso de cicatrización, que siempre lleva algo más de tiempo. Un buen momento para recuperar la vida completa que había tenido pausada en parte. Pero el destino quiso que anoche ese estado cambiara bruscamente. De la forma más absurda posible, un cuchillo que sujetaba mi mano derecha y que debía abrir el envase de un trozo de lomo, salió despedido con fuerza del plástico para cortarme tres centimentros en la zona dorsal de la prolongación del dedo pulgar de la mano izquierda. No sé por qué motivo después de eso, y de llamar a mi padre para que viniera a buscarme y me llevara a urgencias, me bajó la tensión, perdí el conocimiento y, en palabras del parte, sufrí «un síncope» en los diez minutos que pasaron desde que monté en el coche hasta que me cosieron la herida, sin importancia por otro lado. Cuando empecé a encontrarme mejor descubrí que recibía suero por una vía colocada en la mano derecha y que en la izquierda, que tenía adormecida, un apósito ocultaba una marca nueva: tres puntos más de sutura, que hacen un total de 24 repartidos por mi cuerpo. De vuelta a casa, ya en la cama, sonreí al sentir el alivio de que la nueva cicatriz deshace la simetría que, llamadme loco, mis anteriores marcas formaban.

Terremoto

Anoche estuve viendo Comando Actualidad, que era monográfico sobre el terremoto de Lorca. No vi más allá de la primera media hora, la que recogía impresiones de vecinos, técnicos y UMEs y las imágenes más impactantes de los edificios más afectados, históricos por un lado y de viviendas por otro, algunos más antiguos y otros relativamente modernos: todos afectados. Viéndolo recordé los años de carrera, cuando nos contaban lo que se debía y, sobre todo, lo que no se debía hacer. Me llamaron la tención dos cosas. La primera es que ninguna de las dos reporteras del programa llevaban casco, ni cuando grababan en la calle ni cuando lo hacían dentro de los edificios. Pero ni ellas ni los militares de la UME con los que charlaban. Estos iban edificio por edificio revisando estructura y acabados y terminaban la visita marcando con un spray de color en el portal el estado del inmueble, de una forma fácil y sencilla, como la que yo uso para clasificar las celdas de mis exceles, a lo semáforo: verde bien, amarillo regular y rojo fatal. Los militares llevaban la boina de su uniforme pero tampoco llevaban casco, al menos no los que salieron en imagen. Sí lo vestían un grupo de «técnicos multidisciplinares» con los que se cruzó una de las reporteras. La acompañó una colega aparejadora para enseñarle varias patologías de varios edificios y llegar a la conclusión a la que llega cualquiera sin ser «técnico multidisciplinar»: se ha construido mal, muy mal; un terremoto de 5 no puede tirar abajo edificios de estructura de hormigón relativamente jóvenes. En uno de los que apareció en pantalla solo quedaban tres o cuatro forjados, apilados uno encima de otro, a modo de tres o cuatro rebanadas de pan de molde, aplastando entre ellos todo lo que antes configuraba los soportes, la tabiquería, las fachadas y el amueblamiento interior. No daba la sensación de ser el país que se autodenominaba «la octava potencia del mundo» cuando se construyeron muchas de esas edificaciones. Lo segundo más llamativo era el orgullo, rayano con la pedantería, de aquellos cuyas casas no habían sido afectadas por el terremoto, como si de eso se desprendiera que ellos son mejores que los demás, que compraron con criterio; para mi opinión simplemente tuvieron fortuna al adquirir su vivienda en la ruleta de la suerte que supone y suponía comprarse un piso. Si nunca hubiera habido un terremoto sus casas hubieran sido igual de buenas, o de malas, que cualquier otra. Especial mención hago a una señora que presumía de casa intacta, con 300 años de antigüedad. Simplemente defendía que antes se construía mejor, no que su casa lo fuera. Con independencia del año de construcción, lo más importante que merece un edificio (o un coche o una amistad) es su mantenimiento en el tiempo. Algunas de esas iglesias que se vinieron abajo en Lorca, y gran parte de sus edifcios, no lo hubieran hecho si se hubieran mantenido correctamente. Sirva este terremoto para advertirnos de que dentro de veinte o treinta años, si no menos, y sin necesidad de terremotos, muchos edificios construidos en tiempo y con beneficios record sufriran alguna de estas patologías. Tendremos entonces una nueva burbuja, la de la rehabilitación y el mantenimiento, que será necesaria si no queremos encontrarnos con un parque de viviendas en semi-ruina.

Éramos

Si alguien me hubiera preguntado en la nochevieja de 2000 dónde estaría el día en que terminara la década, quién sería o cómo sería mi vida por entonces y yo lo hubiera apuntado en un papel, hoy, al abrir el sobre, estaríamos ante el mayor fracaso de adivinación de la historia. Por suerte la vida se ha presentado completamente diferente e incluso mucho más interesante. Espero que sea igual dentro de otros diez años. O mejor. Feliz 2011 a todos!

Calvo

Participo desde hace años como panelista de dos empresas. Con una de ellas me relaciono a través de un pequeño software que, instalado en mi equipo, proporciona datos acerca de mi navegación por internet; algo parecido a los audímetros que algunas personas tienen en sus casas y con las que se establecen las audiencias de la tele. No hago nada más. A cambio recibía mensualmente la revista El Mueble, que yo había elegido previamente, de un catálogo de publicaciones. Hace unos meses decidí cambiarla por la revista deViajes, y ahora recibo las dos. Con la segunda la relación es mucho más interactiva. Con una frecuencia variable recibo en mi correo encuestas sobre temas y productos, la gran mayoría, muy variados; incluso en alguna ocasión he visto y conocido productos antes incluso de que se pusieran a la venta, y en algunos casos el resultado de la encuesta ha debido ser tan sumamente malo que no se han llegado a  comercializar. Completarlas lleva una media de diez a quince minutos y a cambio genero puntos que puedo canjear por vales de descuento en algunos comercios o donaciones a ONGs. Una de las últimas que me ha llegado ha sido imposible completarla, ya que mis respuestas eran siempre del tipo «no», «no uso» o similares…

72%

Si tuviera los ingresos brutos de María Dolores de Cospedal en un año (ojo, que yo no los quiero para toda la vida, sólo para un año) podría presentarme en mi oficina de la Kutxa y hacer la tan anhelada gracia de preguntar «cuánto se debe aquí?» Patricia echaría cuentas mientras que yo echaría un vistazo a la vajilla que regalan esta temporada por abrir un depósito y cuando me dijera lo que debo y pagara a tocateja aún me sobrarían casi dos mil euros para gastarme en huesos de santo en la pastelería de enfrente. Pero yo no soy María Dolores de Cospedal. Para empezar no tengo esa melena y a mi nadie me paga por inventarme historias frente a un micrófono de la Agencia EFE con la playa a mis espaldas, así que tendrá que ser en otra ocasión lo de pagar a tocateja. María Dolores se incluye siempre en la clase media sin darse cuenta de que un día salió de ella hacia las esferas superiores como otros salimos hacia las inferiores. Alguien de su entorno debería decírselo. O recordárselo. A mi me lo dirá y recordará, otra vez, Patricia, cuando me llame el viernes y me diga que sólo he pagado la mitad de la mensualidad de la hipoteca que debo. Cómo no van a ser nuestros bancos los mejores de Europa cuando, después de cinco años pagando una hipoteca te das cuenta de que, de los 66 mil euros que ya has pagado (y que suponen una cuarta parte del dinero que pediste y te dieron) sólo has amortizado 18 mil y el resto (el 72%; el 72%!!!) son intereses. Y aún así no hay dinero ni crédito. En qué han invertido los bancos ese 72% de más? Con las actuales Leyes sobre ejecuciones de hipotecas, en prever impagos masivos parece que no.

Smelly cat

Hace dos semanas vi un documental del Canal Historia titulado La vida sin nosotros, siguiendo mi tradición catastrófica. El supuesto de partida es que el hombre, como especie, desaparece por completo de la Tierra, se extingue, sin dejar rastro, como desaparecida en un truco de magia. Pero quedan el resto de especies animales y vegetales, así como toda aquella transformación de la naturaleza realizada por el hombre, ciudades, infraestructuras y demás. El documental llega a predecir que se borraría todo rastro de la civilización sin mantenimiento y debido a la erosión y el trabajo de los agentes atmosféricos. Eso, y que crecería vegetación en sitios ahora inimaginables. En este punto sobre el crecimiento de la vegetación, sobre el que ya he reparado en otras ocasiones, siento especial interés por una serie de plantas que conviven conmigo y a las que veo morir en invierno y resucitar en primavera, o simplemente crecer y avanzar, lo cual me hace sentir que cada día que pasa no es casual. Después de cuatro veranos he conseguido que cuatro ramitas raquíticas de enredadera lleguen a cubrir casi la totalidad del muro. Junio 2008 Abril 2009 Junio 2009 Diciembre 2009 Junio 2010 Al mirar por la ventana ya no veía ladrillo sino una maraña de ramas verdes. Y eso reconforta. Pero, para no variar, la perfección, la calma, no podía durar mucho. Este verano no ha habido visitas indeseables, al contrario, disfrutamos de una aparente tranquilidad gracias a unos gatos, del patio contiguo al muro verde. Los gatos primero maullaban a horas intempestivas, pero no era grave; después empezaron a asomarse sobre el remate del muro y a avanzar sobre él, arrojando al suelo dos macetas; finalmente, como me temía, uno de ellos se ha colado en el patio, le he descubierto por casualidad y en su afán apresurado por salir de allí se ha encaramado como ha podido al muro, dejando este rastro destructor: Sé que los gatos no pueden leerme, pero advierto: no sería el primero que me cargara… Alguien sabe como deshacerse de este pequeño inconveniente?

Volver a la vida

Me gustan las películas de catástrofes, de siempre. Hay gente a la que no le gustan porque cree que escribirlas, filmarlas o verlas llama a la desgracia, como si dejar de verlas fuera a evitar que una balsa de residuos corrosivos fuera a reventar enfangando media Hungría o evitara que los petroleros se partieran en dos frente a Galicia. A mi me gustan, quizá no tanto por el tipo de desgracia que ocurre (me tiran más los fenómenos naturales, los extraterrestres y las lluvias de meteoritos, menos frecuentes, gracias a Dios) sino por el supuesto comportamiento de la humanidad ante ellos. Y sobre todas las cosas, para alguien que se supone que trabaja viendo construir edificios, resulta interesante ver el comportamiento del Empire State ante un tsunami o un meteorito, una vez que la realidad nos demostró, para desgracia de todos, un excelente comportamiento de las Torres Gemelas. Ayer mientras desayunaba puse el 24horas y pensé que me había equivocado de canal. En la pantalla veía, como si fuera parte de Armageddon y con un frame muy bajo, una cápsula creada por la NASA en la que una serie de personas iban a salir de una cueva a seiscientos y pico metros por debajo de la rasante. Para mi, esa cota, con todos mis respetos para quien haya estado más abajo, ya es el centro de la Tierra. Cuando comenzaba el izado la realización mostraba la imagen de una cámara que filmaba el recorrido por el interior de un pilote encamisado de 54 centímetros de diámetro. Y después mostraba las poleas en las que el cable de acero se iba enrollando, convenientemente engrasado, haciendo mover, a su vez, un indicador triangular que mostraba los metros de cable recogidos, avanzando lentamente hasta una marca roja, momento en el cual desprotegían al cable de una de sus poleas para terminar de izar hasta la superficie esa misma cápsula, proveniente de aquella imagen inicial que más parecía una emisión vía satélite desde la Luna que desde allí debajo. Y de la cápsula salía ese mismo hombre que vimos entrar entrecortadamente, con su uniforme de minero, su casco y sus gafas, y se abrazaba a su mujer, a sus hijos, a los rescatadores y al Presidente, limpio e impoluto, tanto que parecía ser casi más un actor que realmente el Presidente habitual. Vi ocho o diez veces el proceso completo a lo largo del día y en todas ellas tuve la misma sensación de felicidad al terminar cada ciclo de cuarenta minutos, al ver las sonrisas de los que esperaban fuera, los abrazos y los gritos de alegría. Y a pocos minutos de las tres de la madrugada, hora de aquí, llegaba a la superficie el último de ellos, el líder, y con él se volvían a empañar los ojos de medio mundo y por mi mejilla resbalaban, ya sin ningún pudor, un par de lágrimas, que volvían a recordarme por qué me desvié de mi camino de periodista. Una historia, un ejemplo, de esperanza, de esfuerzo y de superación, que además acaba bien. Qué más se puede pedir?

Alter ego

Existe en el mercado una empresa de instalaciones hidráulicas cuyo Gerente comparte su nombre conmigo. Nos llamamos exactamente igual: nombre y apellido, primer apellido; como los nombres de pila americanos, sobre el papel somos la misma persona. Durante mis años de obra conocí su existencia, en una ocasión le pedí presupuesto e incluso llegué a hablar con él, saliendo de dudas sobre un hipotético parentesco. Cada vez que cambiaba de obra, de empresa o de puesto surgía la pregunta «tu padre es…?» a la que yo siempre contestaba «mi padre es mi padre y no quien crees». Descolgaba la ropa seca del tendedero esta mañana cuando sonó el teléfono por primera vez. «Eugenio?» «No, te has equivocado». «Perdona». Ya tendía la ropa mojada de la nueva lavadora por colgar la segunda vez que sonó y supe de antemano que era la misma persona, otra vez. —Perdona, soy el que te ha llamado antes. Estoy llamando a una empresa de instalaciones? —No, te has confundido. —Es que este número estaba en la agenda del anterior comercial… —De cualquier forma, este es mi número personal. Mientras aceptaba sus disculpas y colgaba comencé a pensar en cómo estaría escrito mi nombre en esa agenda, si constaría mi nombre y apellido o sólo el apellido; o mi inicial con un punto detrás y después mi apellido o sólo mi nombre, con acento o sin él. Después amplié el pensamiento a otras agendas. En cuántas aparecerá mi nombre, en la hoja de la letra erre, con mi puesto o mi empresa o mi obra, las de entonces, anotadas entre paréntesis a continuación… Mientras pensaba en todas estas inquietudes y escribía mentalmente esta entrada me di cuenta de que si tres de los cuatro últimos libros que he leído no hubieran sido escritos por el magnífico Paul Auster, estas líneas y estas reflexiones nunca hubieran sido así.

DSH

Todos me conocen y me llaman Flip. Yo soy Flip. El gran Flip. Cuento las historias que se ven aquí, en mi pequeño país. Llegó el domingo por la noche, cuando lo fotografié desde el otro lado del cristal. El pobre debió extraviarse y acabó en la puerta de mi cocina. No me molestan los saltamontes, de alguna forma me identifico algo con ellos, pero necesitaba un cadáver en el patio. Y ese fue Flip. El segundo Flip. Esa noche, mientras yo dormía, las hormigas se organizaron para repartírselo; justo el escenario que buscaba. Gracias a Flip ahora ya se por dónde van sus flujos de movimiento, así que me dediqué a espolvorear veneno. El resultado: 1 de junio, Día Sin Hormigas. Feliz día! Feliz mes!

Invisible

Si alguien tuviera algún interés en secuestrarme no lo tendría muy difícil. Todos los días, de domingo a viernes, desde hace más de un año realizo el mismo itinerario de ida y de vuelta desde mi casa a casa de mis padres, a comer. Todos los días a la misma hora, excepto los martes, que voy a cenar. Todos los días recorro 850 metros doblando las mismas esquinas, cruzando los mismos pasos de cebra, pisando las mismas aceras. Un día tras otro. Se genera así una falsa sensación de vivir en el día de la Marmota. Todos los días me cruzo con una vecina nada más dar la vuelta a la primera esquina; con otra unos metros más adelante, frente a la antigua casa cuartel; después la mujer musulmana con hijab y sus dos hijas sin hijab; el empleado de la tienda de fotografía que regresa tras cerrar; los dos adolescentes con granos que me sacan una cabeza pero que abultan la mitad que yo; la empleada de la limpieza del centro de salud que sale por la puerta histórica del edificio con dos grandes bolsas de basura negras camino del contenedor; el ciego que cierra el quiosco de los cupones, el ciclista que pasa, las peluqueras que se fuman el cigarro tras salir de la peluquería sentadas en un banco; el chino que fuma también en la puerta de su bazar; los adolescentes que se lían canutos sentados en un banco de la plaza tras salir del instituto; la moto que llega para entrar en el garaje del callejón; el señor con quien comparto el primer apellido, pero cuyo parentesco conmigo se pierde en la línea de nuestros antepasados; la empleada de la autoescuela que cierra la puerta de la sucursal; el hombre trajeado que cada día lleva acompañantes diferentes; la empleada de la Fundación, que avanza por la acera con su obesidad mórbida. Todos se repiten, uno a uno, día tras día. Les veo pero no les oigo. La escena cambia cada día gracias a la música que suena en los auriculares de mi iPod. La escena cambia cada día, porque en este día de la Marmota no amanece siempre nevando. La diferencia es que en mi día de la Marmota el tiempo sí avanza. Les veo con paraguas, con abrigos y bufandas, en manga corta, con botas y con sandalias, con el suelo mojado, con el suelo nevado. Bajo un cielo gris, bajo un cielo azul, bajo el tenue sol de invierno, bajo el incesante sol de verano. Cuando llevo gafas de sol me siento invisible. No les miro, mi cabeza mira al frente; pero mis ojos se mueven a velocidad REM tras los cristales marrones de las gafas analizando cada detalle de la escena. No les oigo, hago que no les veo, intento ser invisible; a fuerza de estar siempre presente en su rutina diaria, pretendo desaparecer de ella. No existir. Volver a recordarme que yo no debería estar aquí.

Tres centímetros

Subía de guardar las cosas navideñas del trastero cuando empezó a nevar. Traía dos horas de retraso con la hora esperada, pero llegó, como una costumbre que no llega a apetecerme demasiado, como esas cosas que aceptas con más resignación que devoción. La nieve ha dejado de impactarme. El día de navidad salí de casa y unas horas después, con un avión de por medio, estaba en algún lugar del país donde las navidades se pasan en bermudas y manga corta (cuando no en bañador). No sentía frío, aunque sí una sensación extraña por vestir esa ropa en navidad. Eso sí que es impactante. Una situación anómala que acarrea problemas a largo plazo, cuando regresas a casa después de pasar la última semana del año en bermudas y manga corta (cuando no en bañador) y te encuentras con unas temperaturas aún más bajas de las que dejaste y con los tiestos encharcados de agua de interminables lluvias. Yo pensaba que eso sería lo peor: la vuelta. Pero no, hay algo más peor: tener que planchar esas bermudas y esa manga corta mientras nieva, recordando que hace no muchos días vestía esa ropa agradecidamente frente al sol. Al amanecer del lunes recordé, al ver el estado congelado de la calle, que en algún lugar del trastero había una caja con unas botas, unas Panama Jack, que deseché alguna vez al notar que pesaban más que yo. Bajé de nuevo al trastero y las subí. Al calzármelas noté algo diferente; anduve por casa para saber qué era y descubrí en primer lugar que estaba tres centímetros más alto que habitualmente, lo que me hizo sentir bien y mal, a partes iguales. La segunda era que, por primera vez en mucho tiempo, sentía que estaba sujeto al suelo; que hiciera lo que hiciera no me caería. Salí a la calle y comprobé que la segunda sensación era solamente eso, una sensación, porque ayudaban poco a no resbalar. Durante este año pasado he comprobado que la nieve, como fenómeno meteorológico, ha conseguido el control sobre una parte de mi mente. Con los primeros copos se activa automáticamente el botón rewind, llevándome a un punto concreto desde el que partir mentalmente. Y en cada una de las nevadas me he resistido con fiereza a quedarme en ese punto nuevamente, terminando en un tercero, indeterminado, a medio camino. Pero esta vez no. Esta vez he decidido quedarme, consciente de que si vuelve a nevar el viaje será corto. Y de que si no nieva, al menos habré sido tres centímetros más alto.