Lo que hay

A partir de cierta edad el cumpleaños pasa de ser algo alegre, jovial y divertido a algo casi frustrante. No nos gusta hacernos mayores o decir nuestra edad porque, además del estado físico y estético en el que lleguemos, con ello estamos pensando además en lo que no hemos alcanzado, lo que se ha quedado por el camino o lo que esperábamos o imaginábamos al llegar a determinados momentos de la vida. Y nos frustramos porque nos quedamos con lo que falta, no con lo que hay. Hacer este ejercicio, más exigente que los anteriores, de elegir un determinado momento por día y añadirlos uno detrás de otro, permite ver con más facilidad lo que hay de lo que falta. En él solo salen cosas que ocurrieron, momentos que se han vivido o lugares en los que se ha estado. Lo que hubo. Lo que hay. Y lo que hay merece la pena, y mucho. Y así, ya no parece que falte tanto. No falta nada. Se genera una historia sin palabras, una buena y mejor historia, en la que los protagonistas no son solo los que salen, también lo son los que no; los que estaban a los lados o detrás, los que no salen pero se echan de menos; todos han sido realmente los protagonistas. Yo no. Yo sólo cumplo 40 años, feliz de estar tan bien acompañado. #ElAño40 from Ramón Mingo on Vimeo.

Y diez.

Un par de semanas antes de que acabara 2006, el año en el que cumplí los 30, decidí montar un resumen de fotos de ese año en el que habían pasado cosas muy relevantes para la época: emancipaciones, bodas, partos,… novedades que llegaban con la treintena. La intención era regalárselo a algunos de los protagonistas de aquellas emancipaciones, bodas, partos,… y que no pasara de ahí, pero al final lo subí a youtube y creé el fenómeno de «el vídeo del año» que se ha ido repitiendo año tras año en los últimos diez: 2006, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014 y 2015. Hoy. Hoy publico el décimo y último vídeo del año, el que cierra la década en la que cumplí años con un 3 por delante. Sin quererlo he conseguido tener un recuerdo gráfico de «mi paso por el programa» en las 10 últimas ediciones de la vida, aunque haya sido con fotogramas fijos. En estos 10 años la manera de realizar estos montajes ha cambiado mucho. Y la forma de registrar gráficamente la vida también. Así que para los 40, para la nueva década que se me viene encima, cambio el formato y la fecha de publicación, al día de mi cumpleaños. Este año habrá ración doble de vídeo (diciembre y febrero) y la próxima nochevieja tendré que pensar en otra forma nueva de desearos: Feliz Año Nuevo!

DosMilTrece

Pocas veces hay tanta diferencia entre doce meses. Este año anodino, otro más, me ha permitido ver dónde estaba al principio y dónde ahora, ver las cosas de aquí y de otros sitios, de bastantes, y comparar. Me ha permitido ver crecer a mi sobrina, de un bebé a una niña. Pero sobre todo he aprendido a mirarme yo, a ver lo de dentro, lo que no solemos mirar. Y la conclusión a la que llego es que todos los años son, más o menos, similares. Somos nosotros los que vemos las cosas que nos interesan de ellos, las buenas o las malas, y los que le ponemos la etiqueta. Mi año no ha sido ni bueno ni malo. Ha sido diferente. Y muy intenso. Vamos a por el catorce. Feliz año!

2012 en 4 minutos y medio

Seis meses trabajando, cuatro locales comerciales, un par de gilipollas por el camino. Seis meses parado, dos cursos, cero expectativas. Una operación, dos cicatrices, catorce puntos; un corte fortuito, otra cicatriz, tres puntos. Una boda, un bautizo y un funeral. Tres islas, un apóstol, una ría, Granada, Segovia, Toledo, Soria, Tudela. #Ryanair=Ladrones. Una multa, 300 euros, dos puntos. El fin del mundo que no fue. Y mi primera sobrina! (y ahijada) que pasaría perfectamente como hija mía. 2012. Feliz 2013!

4 céntimos de más

Cuando el árbitro del Barça-Madrid estaba pitando el inicio del partido yo estaba terminando mi lista de la compra. Unos minutos después he cogido el alfita y he transitado por calles semioscuras (esto por culpa del Ayuntamiento) y semivacías (esto por culpa del partido) hasta llegar a Carrefour. Una vez allí me he dado cuenta de que la gente que estaba haciendo la compra, como yo, no debía ser muy futbolera a excepción de ocho o diez hombres que, apostados frente a las televisiones LCD, veían el desarrollo de la primera parte. Hacer la compra durante el Barça-Madrid te permite aparcar junto a la puerta, hacer la compra en tiempo récord y no esperar en la línea de cajas para pagar. Suelo ir bastante directo a por las cosas que llevo en la lista y no suelo entrar en los lineales de donde no necesito nada pero cuando no hay gente es más fácil fijarse en pequeñas incongruencias, a la par que engaños, muy mal disimulados. El ejemplo concreto: Al verlo he recordado un blog del que me hablaron esta semana. Se llama Harto de Carrefour y en él se describen cosas como éstas y otras peores. Un hater, como lo soy yo en redes sociales con Ryanair (=LADRONES!), que se lo toma muy, muy en serio. No había terminado ahí el lucimiento de Carrefour esta tarde ya que, al recibir la infinidad de tickets y descuentos que te ofrecen con la cuenta, me han entregado uno para un descuento sólo aplicable en los centros de Santiago, Tortosa y Puigcerdà. Todos muy cercanos.

FlashForward

En uno de los viajes que he realizado a Sevilla en las últimas semanas salí de Atocha a las 7 de la mañana. Eso me hizo levantarme muy pronto en casa para estar a tiempo en la estación, con lo que el sueño que viaja en los bolsillos es considerable. Al poco de arrancar el tren, por Entrevías o así, caí roque contra la ventanilla y estuve durmiendo durante casi dos horas, hasta Córdoba. En Córdoba desperté al parar el tren y ya no volví a dormirme. Aproveché entonces para contemplar el paisaje durante la media hora que quedaba de recorrido. A medio camino, todavía medio dormido, divisé al fondo sobre el horizonte una luz muy potente y bastante lejana, que me recordó instantáneamente a FlashForward, la serie, y al aparato que generó el desvanecimiento. También pensé en ovnis aterrizando en plena mañana en Córdoba, pero me gustó más la primera idea. En sucesivos viajes he buscado esa luz, que aparece por la ventanilla de la izquierda. Hoy Pepa ha contado en el Telediario que lo ha inaugurado el Rey. Es una planta solar, al más puro estilo Sim City. A 30 kilómetros de la vía del AVE y en servicio desde mayo. Al verlo, la idea del desvanecimiento mundial se ha ido al garete, hoy que tan bien me hubiera venido el desvanecimiento y la visión del futuro.

El final del verano

Mañana viernes por la mañana, antes del mediodía, se acaba el verano. Cuando llegue la hora del Ángelus ya estaremos en otoño, la última estación meteorológica que nos queda por vivir completa en este año 2011, en el que las estaciones, esos antiguos períodos de tres meses, siguen durando 3 meses, pero cuya sensación de duración real es de años completos. Este verano ha sido muy largo; larguísimo. No por tener que trabajar, que es algo que en general se agradece, sino por haber tenido que hacerlo a diario hasta las siete de la tarde, de lunes a viernes, sin excepciones, sin jornadas intensivas, incluso en muchos días sin absolutamente nada que tener que hacer en horas, pero teniendo que estar físicamente allí, en el trabajo. Se genera así una sensación de cansancio y de escasez de tiempo libre que me ha traído hasta aquí, sintiendo que las últimas navidades fueron hace 30 meses o más… La llegada de la nueva estación me pillará, además, fuera de mi ciudad, concretamente en Sevilla, donde últimamente he tenido que viajar bastante para terminar una obra. Cuando esté volviendo en el AVE en algún lugar entre el paralelo 57º Norte y el Sur está previsto que se estrelle un satélite, del tamaño de un autobús, que la NASA sabe que cae mañana, pero no dónde, ni exactamente cuándo. A mi todo esto me crea incertidumbre; desde cuándo la NASA no sabe dónde ni a qué hora aproximada va a caer el bicho? Desde cuando la NASA da esos intervalos tan abiertos? Porque el 57º Norte está al norte de Canadá y el 57º Sur al sur de Chile y Argentina. Eso en mi pueblo es no tener ni idea de nada. Y el bicho es suyo, lo lanzaron ellos hace años y ahora nos puede caer a cualquiera encima, por mucho que se vaya a desintegrar en 26 fragmentos y por mucho que la probabilidad de que caiga sobre alguien sea de 1 entre 3200. Personalmente yo ya tengo una lista de lugares y personas sobre las que podían caer algunos de esos 26 fragmentos, pero por lo pronto me conformaré con que no caigan encima de mí o del tren que me traerá de vuelta a Madrid.

Αθήνα

30 horas en Atenas es un tiempo más que considerable para concebir una opinión de la ciudad, para decidir si te gusta o no, para clasificarla entre todas las que conoces y, por qué no, para ponerte del lado de los griegos o de los alemanes (con el tema de la deuda; ahora entiendo un poco a Angela Merkel), para comparar a nuestro país, del que yo siempre he tenido dudas, y al que volveré el domingo pensando como ZP: somos un gran país; no somos Francia o Alemania pero somos un gran país. La pregunta persistente que suena en mi cabeza desde que llevaba aquí un par de horas es ¿En qué se ha gastado esta gente el dinero de los fondos europeos hasta que se ha cortado el grifo? ¿En qué? Todo el mundo despotricando de Lisboa hace dos años cuando fui (que si es vieja, que si está descuidada, que si parece España en los 60) y resulta que al lado de esta gente (que además han organizado en los últimos diez años unos Juegos Olímpicos y una Eurocopa) parece otro gran país. El sur no es el norte, eso es evidente, pero sin conocer Italia diré que también hay varios «sures», y el nuestro no es el mismo que este. Además es rara. Mucho. Aquí mi lista de cosas llamativas: – Chalecos antibalas. Los llevan muchos polis y todos los seguratas (el de Zara, el del McDonald’s…). – Las calles no tienen líneas, ni contínuas ni discontínuas. Ni pasos de cebra pintados. Y algunos semáforos duran diez segundos para los peatones. – Cruzas algunas calles y parece que has cambiado de ciudad y hasta de país. – En general está descuidada y dejada. Los edificios poco o nada mantenidos. Y el conjunto es un poco deprimente. Esto va por zonas. – Está poco iluminada. Y no será por ahorro energético: hay terrazas con ventiladores en la calle y las tiendas tienen el aire acondicionado a tope con las puertas abiertas. Además muchas líneas de autobuses van electrificadas. – Las luces de navidad siguen puestas en algunas calles (hoy es 25 de julio). – Uno de cada tres motoristas va sin casco. – El Parlamento es como el Palacio de Riofrío (esto es una opinión personal mía). – Las tiendas (algunas) abren a las 6 y cierran a las 9 de la noche. Otras siguen abiertas a las once y pico. – Hay perros por todos los lados, dormidos. Y ademas con pinta de vagabundos, que lo serán. – Los nombres de los sitios son como formulas fisicas, todo lleno de alfas, deltas, epsilons y nuestro querido número pi, en mayúsculas y en minúsculas. – Hay zonas que parecen soviéticas, la calle del hotel, Pireos, sin ir más lejos. – Y en el metro nada de dejen salir antes de entrar. Esto es más achacable a los guiris, aunque yo aquí lo sea. – No hay papeleras en el metro, aunque el suelo no esta sucio; y aunque en general es antiguo y sin ningun alarde de cartelería, está bastante limpio. – No he visto ninguna oficina del Banco Santander. A cambio vi tres Zaras, dos Bershkas y un Stradivarius. – Puedes encontrarte con polis sentados en una terraza, de uniforme y casualmente sin chaleco antibalas. Dicho esto diré que vine a ver la ciudad que existía hace 2500 años, aunque haya tenido que alojarme en la actual. Mañana, por fin, a la playa.

Primavera

Ayer domingo, último día del invierno, aparqué el coche en la calle Claudio Coello y eché a andar calle abajo camino del parque de El Retiro. Apenas diez pasos después decidí que estaba siendo un atrevido yendo simplemente con una camiseta de manga corta y un jersey de punto fino, así que di la vuelta y cogí del coche la cazadora, que había dejado en el maletero pensando que no me haría falta. El sol calentaba, pero esos pasos por la acera en sombra me hicieron dudar. Doblé la cazadora en cuatro y la metí entre el semanal y el diario que llevaba en la mano, por si la acababa necesitando. Diez minutos más tarde, tras cruzar el subterráneo de la calle Alcalá y llegar al lateral del embarcadero del estanque, ya me sobraba la cazadora, que seguía doblada entre el periódico bajo mi brazo, el jersey de punto fino y casi hasta los vaqueros. La primavera había llegado a Madrid. Y la gente lo sabía, porque inundaba cada rincón del parque, sus paseos, sus plazas, el embarcadero, el Palacio de Cristal, las terrazas y cualquier trocito verde donde calentara el sol. El paseo de coches parecía un domingo de Feria del Libro, pero sin casetas. Hordas de gente montadas en bicicletas y patines se mezclaban con familias de domingo, corredores entrenando y toda suerte de personajes. Se hacía difícil andar por allí y huir a la vez del sol, pero finalmente, después de zigzaguear un poco acabamos en el Bosque de los Ausentes. Allí había menos gente y menos bullicio, y más bancos vacíos y más sombras en los alrededores, así que acampamos para leer la prensa y darnos un descanso entre el gentío. Una hora después abandonábamos el parque buscando algún sitio donde comer antes de volver a casa. Anoche, antes de meterme en la cama comprobé como una marca roja surcaba mi nuca y mi cuello, diferenciando las partes que habían estado expuestas al sol de las protegidas; y como mi cara tenía un tono rojizo que hoy se ha convertido en un coloreo moreno. Pero por desgracia, aunque la primavera astronómica ya esté entre nosotros, la meteorológica parece que va a tardar en venir para quedarse. Y es una pena, porque tras muchos fines de semana de nublados, lluvias y frío, lo de ayer fue un día extraordinario en medio de este largo, larguísimo trimestre cuatrimestre inicial del año, que queremos que se repita pronto y de contínuo.

20 años

El tren salía de la estación de Chamartín a eso de las nueve de la noche, compuesto por una máquina tractora y seis coches-cama, con diez compartimentos por coche y seis literas en cada compartimento. Habíamos llegado allí en autocares y ahora ocupábamos los coches del tren. Los dos primeros y algo más de la mitad del tercero iban llenos de chicos y los otros tres coches y pico de chicas, ordenados por el mismo orden alfabético que seguían nuestros cursos, de la A a la M. Aquella era la primera excursión del Bachillerato y no era una excursión convencional. Para empezar se hacía en tren, que arrancaba de Chamartín y enfilaba dirección sur para llegar a Sevilla a las 8 de la mañana del día siguiente, lunes 11 de marzo de 1991. El día se pasaba en Sevilla, visitando (las obras de) la Expo, un recorrido en autobús por la ciudad y la visita a la plaza de España, para terminar de nuevo a las 9 de la noche en la estación de Camas, de donde partía un nuevo Talgo dirección Madrid, que nos devolvería a Chamartín, y de allí a la puerta del Instituto. Han pasado veinte años de aquel día, que no recuerdo fresco y que he tenido que consultar en viejos libros con anotaciones. Recuerdo al guía contándonos desde el autocar de qué país era éste o aquel pabellón, o mejor, las obras de construcción de esos pabellones. Recuerdo que entramos en el pabellón que después se incendiaría, y que vimos una proyección en 3D con unas gafas de cartón que aún conservo en una caja de zapatos. Recuerdo un Curro, lleno del aire que le generaba un ventilador interior, dándonos la bienvenida y haciendo aquellos aspavientos que nunca llegué a creer saludos. Recuerdo subir a la torre del Banesto, que giraba mientras ascendía y que después aparecería al final de Nadie conoce a nadie; recuerdo lo acogedora que me pareció la vista de Sevilla desde el aire. Y recuerdo lo imponente que me pareció la Plaza de España y lo majestuosa de su planta. Pero por encima de esos recuerdos permanecen dos sentimientos más. Primero una suposición: la creencia de que aquel día, en medio de tanta grúa, hormigonera y casco blanco, inconscientemente me enamoré de la construcción.  Y segundo una realidad, que son las tres personas que, después de pasar un día en Sevilla conmigo hace veinte años, aún hoy siguen a mi lado.

Éramos

Si alguien me hubiera preguntado en la nochevieja de 2000 dónde estaría el día en que terminara la década, quién sería o cómo sería mi vida por entonces y yo lo hubiera apuntado en un papel, hoy, al abrir el sobre, estaríamos ante el mayor fracaso de adivinación de la historia. Por suerte la vida se ha presentado completamente diferente e incluso mucho más interesante. Espero que sea igual dentro de otros diez años. O mejor. Feliz 2011 a todos!

El Molín

Creo que aún vivía en el hotel, en aquella habitación abuhardillada en la que todas las mañanas me despertaba (antes de que lo hiciera el despertador) con el ruido sonido de las gaviotas. Debió ser por entonces, una tarde, al finales del mes de agosto cuando me llevó allí. Me dijo que me gustaría el sitio y que nos tomaríamos unas sidras comiendo llámparas mirando el mar. Para un madrileño que apenas había salido de casa las llámparas eran un vocablo que no existía en el diccionario, pero la idea de mirar el mar me atraía bastante más. Salimos de la ciudad y enfilamos una carretera comarcal que a medida que avanzábamos se iba estrechando y cubriendo de eucaliptos. Y retorciendose una y otra vez. Ahí comenzaron mis dudas sobre si, al cruzarnos con un hipotético coche en sentido contrario, cabríamos los dos por una calzada tan estrecha y sinuosa, pero lo cierto es que las dos veces que se dió esa circunstancia, con el susto inicial incluido, cupimos. Todo para llegar a un claro, cerca del borde del acantilado y bajar unas escaleras. «Te va a gustar». Si en lugar de llámparas hubieramos comido gominolas de ositos me hubieran sabido exactamente igual. No era lo que comías, era el sitio el que olía a sal, a mar, como aquellos bichos. No quise quedarme muy bien con la definición de lo que eran, unas lapas con concha que se adhieren a la roca para soportar la marea; no quería parecer paleto pero aquellos bichos no me acababan de convencer. Tampoco me disgustaron, porque no dejamos ninguna, pero no era la comida, era el sitio, el ambiente. Y la sidra. La sidra era lo que me tenía como un niño pequeño: escanciábamos sidra! La primera la puso el camarero, pero las siguientes fueron cosa nuestra. Ella se apañaba bastante bien, pero yo me estrenaba y trataba de cogerle el asunto al giro de muñeca y a la horizontalidad del cuello de la botella. La marea estaba en pleamar y nos  tenía casi encajonados en aquella terraza, mientras las olas batían una y otra vez. Al cabo de casi dos horas nos dimos cuenta de que era casi de noche y de que había que regresar a casa. Sin quererlo, en ese rinconcito del Cantábrico, nos habíamos contado casi todo lo que teníamos que contarnos, lo imprescindible, para saber que en los próximos meses, en los que trabajaríamos juntos, nos íbamos a llevar bien. El miércoles, una riada se tragó El Molín del Puerto. Y al ver las fotos me entristece pensar en no poder regresar a determinados sitios, aunque sea solo para evocar otros recuerdos.

40 de mayo

Llegué al Distrito C a las cuatro menos algo de la tarde. Llegué en el metro, después de un trasbordo desde el tren de cercanías. Vestía manga corta y aunque el sol, cuando aparecía, calentaba, el aire acondicionado del tren estaba un pelín alto. Como el del metro. Últimamente se me dan bien los plazos que me pongo y consigo ser puntual, incluso hasta darme diez minutos de margen. En esos diez minutos paseé desde la boca del metro hasta la puerta del edificio Este 3, donde me habían citado. Agradecía el calor de la superficie al salir del metro y la sombra de la marquesina que corona la sede de Telefónica, el mayor huerto solar sobre cubierta de Europa. Entramos al edificio y las cosas, tras el impacto inicial de la primera vez, volvieron a ser el tostón en el que se han convertido. Durante una hora y media, más o menos, permanecimos atentos a una presentación que podía haberse hecho en media hora. Los cristales de la fachada llevan un velo interior punteado, que evita la sensación de vértigo en las plantas altas y que difumina la visión enfocada desde dentro. Las luces estaban apagadas y los estores bajados, de forma que no era capaz de saber si el cielo que me parecía gris estaba efectivamente gris o los sucesivos tamices que mi vista encontraba en el camino lo hacían parecer así. No recordaba que estuviera tan feo. Pero lo estaba. Cuando salimos de aquella presentación y enfilamos hacia la terraza, para ver una vista de conjunto, nos encontramos con el diluvio universal. De repente parecía que la visita al complejo hubiera durado varios meses y hubiéramos salido de allí en el mes de octubre. Siguió lloviendo durante el resto de la visita y durante el trayecto de vuelta al metro. Seguía lloviendo cuando el tren salió del túnel y siguió haciéndolo hasta unos minutos antes de llegar a casa. Para cuando llegué, vestido de verano en pleno otoño, ya llevaba frío.