Indiferente

Parecía que el tren partía el cielo en dos. El lado izquierdo del sentido de la marcha presentaba un cielo tremendamente azul y unas nubes blancas y esponjosas, estáticas, mientras que por las ventanas de la derecha sólo se veía un cielo encapotado, gris, oscuro y amenazante. Me interesaba que fuera al revés, pero el destino es caprichoso. Tan ensimismado iba preguntándome cómo podía estar viendo dos cielos diferentes solo con girar la cabeza que no presté atención a la escena hasta que atravesamos un falso túnel y me quedé sin cielos. Me llamó la atención que se tapara la cara con una mano, cuyo codo apoyaba en el otro brazo. Había dos niñas, que supuse que eran sus hijas, porque el rizo del pelo tenía la misma curvatura en los tres casos. Las niñas iban a sus cosas: la más pequeña miraba por su ventana el encapotado cielo gris que su lado del tren nos ofrecía mientras que la mayor abría un cuaderno decorado con pegatinas de peces en el que había escrito a rotulador la palabra inglés. No parecía importarles, no daban trascendencia al hecho de que su madre estaba llorando. Les debía parecer normal, o quizás sabían los motivos de por qué lloraba o querían ignorarlos. No lo sé. La madre lloraba. Su cara estaba tapada parcialmente por la mano, pero lloraba. Lo supe por los gestos de la mandíbula, por los movimientos de los dedos pulgar y corazón de las sienes a los ojos, para secar las lágrimas que se le escapaban por los extremos de los párpados. Lloraba. Y yo no era capaz de dejar de mirarla. Trataba de mirar por mi ventana, que ahora solo mostraba un único cielo en el que el sol se colaba entre las nubes esponjosas dejando manchas de sombra sobre la panorámica de un Madrid cubierto por grandes nubarrones grises que descargaban cerca de mi destino, pero enseguida volvía a mirarla, tratando de no parecer indiscreto, de averiguar por qué lloraba, como si saberlo fuera a cambiar mi estado de ánimo o, mejor, el suyo. Como si saberlo me fuera a ayudar a volverme, como el resto, indiferente.

Invisible

Si alguien tuviera algún interés en secuestrarme no lo tendría muy difícil. Todos los días, de domingo a viernes, desde hace más de un año realizo el mismo itinerario de ida y de vuelta desde mi casa a casa de mis padres, a comer. Todos los días a la misma hora, excepto los martes, que voy a cenar. Todos los días recorro 850 metros doblando las mismas esquinas, cruzando los mismos pasos de cebra, pisando las mismas aceras. Un día tras otro. Se genera así una falsa sensación de vivir en el día de la Marmota. Todos los días me cruzo con una vecina nada más dar la vuelta a la primera esquina; con otra unos metros más adelante, frente a la antigua casa cuartel; después la mujer musulmana con hijab y sus dos hijas sin hijab; el empleado de la tienda de fotografía que regresa tras cerrar; los dos adolescentes con granos que me sacan una cabeza pero que abultan la mitad que yo; la empleada de la limpieza del centro de salud que sale por la puerta histórica del edificio con dos grandes bolsas de basura negras camino del contenedor; el ciego que cierra el quiosco de los cupones, el ciclista que pasa, las peluqueras que se fuman el cigarro tras salir de la peluquería sentadas en un banco; el chino que fuma también en la puerta de su bazar; los adolescentes que se lían canutos sentados en un banco de la plaza tras salir del instituto; la moto que llega para entrar en el garaje del callejón; el señor con quien comparto el primer apellido, pero cuyo parentesco conmigo se pierde en la línea de nuestros antepasados; la empleada de la autoescuela que cierra la puerta de la sucursal; el hombre trajeado que cada día lleva acompañantes diferentes; la empleada de la Fundación, que avanza por la acera con su obesidad mórbida. Todos se repiten, uno a uno, día tras día. Les veo pero no les oigo. La escena cambia cada día gracias a la música que suena en los auriculares de mi iPod. La escena cambia cada día, porque en este día de la Marmota no amanece siempre nevando. La diferencia es que en mi día de la Marmota el tiempo sí avanza. Les veo con paraguas, con abrigos y bufandas, en manga corta, con botas y con sandalias, con el suelo mojado, con el suelo nevado. Bajo un cielo gris, bajo un cielo azul, bajo el tenue sol de invierno, bajo el incesante sol de verano. Cuando llevo gafas de sol me siento invisible. No les miro, mi cabeza mira al frente; pero mis ojos se mueven a velocidad REM tras los cristales marrones de las gafas analizando cada detalle de la escena. No les oigo, hago que no les veo, intento ser invisible; a fuerza de estar siempre presente en su rutina diaria, pretendo desaparecer de ella. No existir. Volver a recordarme que yo no debería estar aquí.

Guardar y salir

A poco que uno recorra unos cuantos kilómetros por cualquier autovía/autopista de Madrid se encontrará con lagos y lagunas, algunos de nueva aparición, en sitios donde no había visto nunca. No conservo frescos la mayoría de los recuerdos anteriores al día de nochebuena, pero recuerdo que el día de navidad empezó a llover, y parece que no lo ha dejado más de dos días desde entonces. Excepto esta semana. Hoy sábado es el sexto día sin lluvia, aunque el invierno se resiste a irse. Esta tarde me he encontrado varias en la M40 que no había visto nunca. Y el jueves, bajando al sur dirección Toledo, ví una que suele ser habitual cuando llueve. Al otro lado de la autovía vive mi prima, en una urbanización llamada «Laguna Park». Las urbanizaciones residenciales se clasifican en dos tipo: las que su nombre es muy indicativo y las que su nombre es intrascendente. Entre estas últimas están las que he realizado yo («La Parra», «Los Alamos», «El Bosquín»). Entre las primeras están aquellas cuyos nombres evocan a formaciones geológicas y potenciales peligros, como «Laguna Park», que no sé este invierno, pero en otros ya se ha inundado varias veces. Dice el tutorial de mi Sim City 4 — Edición Deluxe que a los sims les gusta vivir «cerca del agua y en zonas atractivas, como valles (…)». A los humanos les pasa también, solo que cuando se inundan sus casas, construídas en zonas inundables o en cauces naturales, y el agua simplemente se las lleva por delante, no podemos darle al botón Guardar y salir e irnos a la cama, como hago yo habitualmente.

Día uno

Taylor Swift y yo llegamos a la estación de cercanías un poco más tarde de lo habitual. Mientras bajaba andando las escaleras mecánicas saqué mi abono transportes del bolsillo y el cupón de lo que queda de funda después de 13 años con él. Ninguna de las cuatro talanquetas por las que intenté pasar validaron mi cupón, que yo creía desimantado en algún roce con el móvil, la bolsa o cualquier cosa magnética. Me acerco a la ventanilla donde un chaval atiende a una señora y, sin esperar a que termine, le solicito que me abra las talanquetas: —Se me ha debido desimantar el cupón —le digo, mientras le enseño el abono. —Estamos en marzo —me dice él, entre sonriente y sorprendido nada más ver mi abono. Yo le he puesto cara de «no pienses que soy siempre así de bobo no sé en que día vivo, es que estoy últimamente un poco desorientado» mientras le daba las gracias y me alejaba de la ventanilla. Me bajo con Taylor al nivel menos dos donde se encuentra el vestíbulo del metro que, a diferencia de los cercanías, sí dispensa el abono transportes en las máquinas. Pero, para mi sorpresa y mi consecuente cabreo, todas las máquinas, y al menos hay seis, tenían una pegatina encima de la ranura para las tarjetas de forma que solo se podía pagar en efectivo. El día uno del mes, el día de mayor utilización de las máquinas, no funciona el pago con tarjeta. Fenomenal. Por suerte llevaba un billete de 50 euros en la cartera, algo no muy habitual, y he podido ahorrarme el salir a la calle, encontrar un cajero, sacar dinero en efectivo y pagar mi abono en metálico, lo que me hubiera supuesto, además de un cabreo aún mayor y mayores recuerdos para los familiares de los directivos del Consorcio y del Metro, llegar aún más tarde a la clase de «Mantenimiento de ascensores y transporte vertical» que tocaba esta tarde y que al final fue una clase de «Mantenimiento de ascensores y transporte vertical» en la que, en lugar del ponente, escuchábamos a David Bustamante de fondo cantándonos todo su nuevo disco entre gritos de fans y demás fauna consiguefoto. Si algún día montas en el metro y ves a alguien reirse de las pegatinas que certifican el sello AENOR que poseen algunas líneas del metro de Madrid, ese soy yo.

Bluff

Una lluviosa mañana de sábado de 2004 llegué en cercanías a la estación de Atocha y, después de llenarme los zapatos de barro, conseguí acceder a la caseta de obra donde me esperaba mi compañero Ingeniero de Obras Públicas con un casco, un impermeable y unas botas de ingeniero. «A buenas horas», pensé mientras me las calzaba. De allí salimos para montarnos en un trenecito de tamaño XS que nos llevó hasta un lugar indeterminado bajo la calle Hortaleza por donde avanzaba a buen ritmo la tuneladora que horadaba el segundo túnel de la risa. No sé si ya por entonces la empresa adjudicataria de la construcción de la estación de Sol (distinta de la nuestra) había empezado la obra o no. Lo que recuerdo es que cuando el túnel entró en servicio el año pasado hice un viaje por él para mirar, como un niño con la nariz pegada al cristal, lo que se intuía desde el túnel de la futura estación. Pero hoy, cuando he salido del tren y he llegado al final de las escaleras mecánicas de subida he pensado que la estación era un gran bluff. No sé qué esperaba; realmente nada, puesto que ya la había visto por la tele y en internet; quizás que al verla en directo me impresionara algo más. Pero nada de nada. Me ha parecido una estación de cercanías subterránea más. Ni joya de la corona, ni joya siquiera. Arquitectónicamente. Como obra es, evidentemente, un obrón de campeonato que ha dejado la Puerta del Sol y la calle Montera más huecas aún de lo que ya lo estaban. Y como infraestructura es algo que a la ciudad le va a venir muy bien (como esa línea que quieres hacer, Pepiño, transversal a las de la risa. Sácala a concurso ya!!). upongo que eso es lo que me hace diferente: todo el mundo despotrica sobre la salida acristalada y poliédrica y a mí es lo único que me gusta…

Dios existe

Hace varios años me di cuenta de que Dios, de existir, se preocupaba poco por mi. Durante algunos años quizás sí mostró algo de interés en mi persona pero algo debí hacerle, a él que dicen que todo lo ve, y se enfadó, supongo, de forma que empezó a tenerme cada vez menos en cuenta. Yo he llegado a pensar que realmente pasa absolutamente de mi, pero de vez en cuando se manifiesta de alguna forma para que me de cuenta de que no y vuelva a contar con él, pero yo me resisto, empezando por el hecho de referirme a él como él y no Él. Bueno, la cosa es que el otro día iba caminando por la calle con cierto amigo bloguero de provincias, que de vez en cuando viene a Madrid, cuando de repente nos vemos inmersos en un acto de campaña electoral. Sabíamos de la existencia de ese acto porque íbamos buscándolo a propósito, pero simplemente para encontrar a otros dos amigos blogueros más que sabíamos que andaban por allí. Nada más girar la esquina y entrar en la plaza yo puse el escáner visual en marcha para localizarlos as fast as possible porque estos gentíos generalmente me agobian. Pero lejos de eso nos encontramos un corrillo de no más de veinte personas. Mientras realizo el segundo barrido visual a la plaza se nos acerca una chica para entregarnos un panfleto y una sonrisa, y tras ella un chaval bajito. Normalmente las conversaciones que empiezan con «perdonad que os moleste» no suelen traer cosas buenas. El amigo bloguero le escucha mientras yo sigo escaneando por tercera vez la plaza por encima de su cabeza;  nos pide que nos acerquemos al stand a contar (delante de una cámara) qué es Europa para nosotros (o algo así, porque yo estaba escaneando y le oía de fondo). «Va a ser un momento» decía el bajito mientras a mi amigo bloguero le cambiaba el color de la cara ante la idea de ponerse ante una cámara que vete tú a saber dónde acaba lo que graba. Yo andaba un poco más tranquilo porque cuatro segundos antes de que el bajito terminara el speech ya sabía que no íbamos a grabar nada. Es la diferencia entre llevar gorra y no llevarla (y ser calvo, claro), porque de la primera forma no desarrollas el sensor de lluvia de la cabeza que te advierte, con cuatro segundos de adelanto que al resto, de que está lloviendo. Cuando pasaron esos cuatro segundos mi amigo bloguero le dijo a modo de excusa respuesta que se iba a poner a llover. Cuatro segundos más tarde la gente ya salía despavorida a encontrar refugio mientras otros desmontaban la cámara y el chiringuito a toda velocidad. Nosotros, mientras, nos mezclamos con la gente y desaparecimos.

El calcetín que volaba

Esta semana estoy yendo a buscar a mi prima de 10 años al cole, porque su madre, profesora y directora, está de baja. El protocolo es el siguiente: las madres (y los padres, que alguno había) se colocan frente a la puerta. El profesor/a sale con un niño al lado, alguien levanta la mano, el profesor/a lo mira, el niño asiente y se va hacia esa persona. Así cada uno, a excepción de que nadie levante la mano, en cuyo caso el niño queda allí, sin salir, hasta que alguien lo reclame. Mi cabeza sobresale estrepitosamente entre el mar de cabezas de las demás madres y padres que, más abajo, esperan pacientemente y han de hacerse ver; mi prima me ve cuando aún tiene tres niños por delante para salir… Ayer veníamos echando cuentas (para variar) de cuánto puede sacar en el examen de Lengua en el que cree que tiene 8 respuestas bien. El problema era que no recordaba el total de las preguntas, dudaba entre 10 y 14, y no es lo mismo tener un 8 que un 5 pelado. En esto, esperando al semáforo verde, me pregunta «Oye, RMN, los calcetines vuelan?» Mi respuesta, sin negarlo rotundamente, porque con niños nunca se sabe, fue que al menos los míos no, porque no tienen alas. «Entonces, qué hace un calcetín en medio del paso de cebra?» Se me ocurrían varias respuestas lógicas y racionales, pero acepté que ese calcetín volaba, mientras le echaba la foto cruzando. Volaba, en pasado, porque como bien apuntó ella «ya no vuela, porque le han atropellado varios coches y estará muerto». Entonces se me ocurrió que esos calcetines voladores deben ser parientes o conocidos de los zapatos y zapatillas que cuelgan de algunos cables que cruzan calles de cornisa en cornisa. Quién se deshace de los zapatos en plena calle y los lanza hacia un cable? «Yo el otro día —me dice ella muy segura de haber sido testigo de algo excepcional— vi en una calle en Madrid varios zapatos colgando. Y había uno que estaba solo.» Quién se deshace de sólo un zapato para lanzarlo contra un cable? Y el otro? Desparejados para siempre, sin posibilidad de encontrarse nunca. Llegamos a la conclusión de que los calcetines que vuelan lo hacen porque los zapatos del dueño huelen mal, y por eso hay que colgarlos en los cables, para que se aireen, y no haya calcetines volando por la calle, como este pobre que acabó muriendo atropellado en el paso de cebra.

Perspectiva

La vía sigue un trazado dirección al norte. Tomo el tren unos metros antes de que empiece a girar hacia el este; cada metro que avanza, además, toma altura, situándonos a varios metros del suelo. Vuelve a parar en una estación que parece que flota en el aire, arranca de nuevo y al dejar atrás los edificios nos ofrece un travelling de la ciudad de Madrid. En días claros, como hoy, muestra de fondo el Sistema Central cubierto por una manta blanca que no deja distinguir las cumbres. Delante la ciudad, plana, horizontal y despuntando de ella, su skyline: Torrespaña, torres de Valencia, Jerez, Madrid, España, Europa, Picasso, BBVA, Puerta de Europa y, doblando la altura de todas, las cuatro torres, que desde el tren parecen solo dos. Desearía que el tren subiese más, se elevase como la bici de Eliot y nos dejase ver la ciudad como una maqueta. La imagen desaparece bruscamente bajo una autopista; entramos en zona urbana y al fondo, sobre las primeras edificaciones, aún se distingue la coronación de algunas torres. El tren para de nuevo, antes de volver a girar de nuevo y definitvamente al norte. Alternamos estaciones descubiertas con otras soterradas, tramos de túnel y sobre rasante; catenaria, traviesas, raíles, vallado perimetral, luces que van y vienen según avanza el tren en la negrura del túnel, al sol en algunos tram0s. Entonces ocurre. El tren sale del túnel para sobrevolar el río y la M30 y en ese momento, y en días claros y despejados como hoy, sin contaminación, las cornisas de las cuatro torres se alinean con los demás edificios. Apenas dura unos segundos, pero durante ese tiempo, la orografía y la visual se asocian para que esos colosos sean de la misma estatura que las demás torres, que ahora se mezclan con bóvedas religiosas y edificios de viviendas, sin destacar por nada, pasando inadvertidos, buscando el punto donde se fugan todas las líneas de la perspectiva. La imagen se apaga de nuevo; el tren vuelve a entrar en el túnel otra vez.

Paso de cebra

Espero que el muñeco rojo se apague. Los semáforos son nuevos ahora y los muñecos y los discos de colores son de puntitos, de leds que, dicen, se ven mejor en malas condiciones de visibilidad (esto no es Londres, pero se agradece igual). Está desproporcionado. Tiene unas piernas y unos brazos anchos, en relación con el cuerpo y la cabeza. Y unos zapatones tremendos. Parece hosco. En lo que desaparece pierdo la mirada en las franjas azules y blancas que componen el paso de cebra (o cómo mezclar una señal estándar con los colores corporativos del Ayuntamiento). Si me abstrajera un poco más, si el semáforo fuera a durar un poco más, podría perderme en el azul de las franjas y pensar que es el cielo o el mar de cualquier playa remota. No suena nada, solo la música de mi iPod. Se ve gente que espera, coches que vienen y van, autobuses, pero sin sonido. El rojo se apaga y aparece el muñeco verde. Es más estilizado que su compañero, sus piernas son largas y delgadas y están en proporción con su tamaño; se parece más a mí. Está andando y su zancada arranca la mía, de metro, que hace que solo pise un color mientras ando. Decido pisar el blanco esta vez, para no mojarme las zapatillas con el agua de la playa; para no sentir vértigo al andar sobre el cielo. Espero el segundo semáforo, a la vuelta de la esquina, y pienso la cantidad de veces que lo habré cruzado en mi vida. Sin duda es el paso de cebra que más he pisado nunca. Echo cuentas gordas y mentales mientras espero el segundo cambio de color, pensando sólo en una parte de mi vida: once años yendo al colegio, al mismo colegio, cruzando a diario ese paso de cebra cuatro veces al día, cinco días a la semana, cuatro semanas al mes, nueve meses al año…  dos carriles en un paso, tres en el otro, tres metros por carril… 120 kilómetros en once años sin haberme alejado más de 50 metros de la puerta de casa de mis padres… a veces llegamos más lejos de donde realmente nos parece.

Jubilado

Idealicé, durante el trayecto en metro, la situación perfecta: una piscina olímpica, con sus ocho calles y sus siete corcheras, toda vacía para mí. Sabía que no se cumpliría porque al menos estarían los socorristas y algún jubilado. Y así fue. Fue mejor, porque estaba lleno de jubilados; no es que abarrotaran la piscina, sino que la poca gente que había rebasaba los 50 y los 60 años con creces. De largo. Yo aparecí allí con mi bañador y su cuerno en el culo, me puse mi gorro y me lancé al agua. En mi calle había tres, y decir que nadaban es insultar a Michael Phelps: se deslizaban por el agua, mezaclando estilos, a una velocidad que para nada correspondía al nivel medio que indica el cartel de la calle. Al principio, cuando arranqué, pensé que la sesión sería un rollo porque me pasaría adelantándoles toda la mañana, pero después, metido en jarana, aquello se convirtió en un entretenimiento divertido: a su lado yo era como un largo y estilizado pez que giraba a izquierda y a la derecha para esquivarles (porque eso de ir por la derecha, ellos, para nada!). Después, en un claro de la mañana, el sol apareció por la cristalera y llenó el fondo del vaso de la piscina proporcionando una imagen que no acostumbo a ver y que me hizo pensar por un momento que debo buscarme un curro de tarde para poder sentir eso todos los días. Cuando quise darme cuenta me había pasado del kilómetro inicialmente previsto. Podría haberme hecho otro más, porque me sentía como si acabara de empezar, pero opté por dosificar y subirme al gimnasio. La sala de musculación que yo conocía por la tarde era una sala creada por tabiques móviles y cortinas separadoras, de esas de las que tanto he aprendido estudiando polideportivos y piscinas, pero hoy estaban todos alzados y la superficie que debajo ocupa la piscina olímpica, siempre compartimentada, lucía diáfana sus tatamis y sus redes de bádminton. Al fondo, la sala de musuculación, en donde había idealizado también pasar un rato aburrido entre gente con brazos descomunales, pero en lugar de eso me encontré varios chavales mas parecidos a mi, con brazos normales y al fondo un corrillo, un nuevo corrillo, de jubilados haciendo gimnasia. De jubiladas, porque aquí las mujeres eran mayoría,  con sus collares, sus pulseras y sus pelos cardados, y sus chándales rosas y sus mallas. Corriendo, botando pelotas… todo un espectáculo. Mientras me duchaba pensé en qué voy a hacer cuando me jubile, si seguiré nadando o si permitiré que un jovenzuelo me adelante y me use de boya móvil para motivarse en su entrenamiento.

Sorpresas

Cuando a las siete menos cuarto sonó el despertador y me levanté, eché un vistazo por la ventana del salón. La calle limpia, el cielo cubierto y el alfita, aparcado enfrente de la puerta de casa, sin rastro de hielo. Una vez más las predicciones de Mónica anoche se cumplen a pies juntillas. Tres cuartos de hora después salgo a la calle camino a la estación y noto frío, aunque menos que ayer. Transbordo en Atocha, transbordo en Nuevos Ministerios y al salir a la calle en Colombia: la nieve. Nevaba copiosamente. No eran copos sueltos propios de la precipitación y de la temperatura baja: era una nevada en toda regla, y yo sin capucha ni gorro ni nada. Sólo yo y mi pericia para subir la calle Colombia, con la acera nevada, y unas Munich que ya resbalan en determinadas superficies en seco, pero ahora sobre nieve. Así luce la calle en dónde está la Copisa. Podremos salir a las tres?? O nos tocará pasar el finde aquí encerrados a lo Gran Hermano? Dos horas más tarde… El paseo de la Habana y al fondo, la torre Picasso Y el famoso muro que se iba a caer No sé el resto de la ciudad y de la Comunidad, pero esta zona está preciosa. A abrigarse y a disfrutarlo, aunque sólo sea visualmente.