Indiferente
Parecía que el tren partía el cielo en dos. El lado izquierdo del sentido de la marcha presentaba un cielo tremendamente azul y unas nubes blancas y esponjosas, estáticas, mientras que por las ventanas de la derecha sólo se veía un cielo encapotado, gris, oscuro y amenazante. Me interesaba que fuera al revés, pero el destino es caprichoso. Tan ensimismado iba preguntándome cómo podía estar viendo dos cielos diferentes solo con girar la cabeza que no presté atención a la escena hasta que atravesamos un falso túnel y me quedé sin cielos. Me llamó la atención que se tapara la cara con una mano, cuyo codo apoyaba en el otro brazo. Había dos niñas, que supuse que eran sus hijas, porque el rizo del pelo tenía la misma curvatura en los tres casos. Las niñas iban a sus cosas: la más pequeña miraba por su ventana el encapotado cielo gris que su lado del tren nos ofrecía mientras que la mayor abría un cuaderno decorado con pegatinas de peces en el que había escrito a rotulador la palabra inglés. No parecía importarles, no daban trascendencia al hecho de que su madre estaba llorando. Les debía parecer normal, o quizás sabían los motivos de por qué lloraba o querían ignorarlos. No lo sé. La madre lloraba. Su cara estaba tapada parcialmente por la mano, pero lloraba. Lo supe por los gestos de la mandíbula, por los movimientos de los dedos pulgar y corazón de las sienes a los ojos, para secar las lágrimas que se le escapaban por los extremos de los párpados. Lloraba. Y yo no era capaz de dejar de mirarla. Trataba de mirar por mi ventana, que ahora solo mostraba un único cielo en el que el sol se colaba entre las nubes esponjosas dejando manchas de sombra sobre la panorámica de un Madrid cubierto por grandes nubarrones grises que descargaban cerca de mi destino, pero enseguida volvía a mirarla, tratando de no parecer indiscreto, de averiguar por qué lloraba, como si saberlo fuera a cambiar mi estado de ánimo o, mejor, el suyo. Como si saberlo me fuera a ayudar a volverme, como el resto, indiferente.