El Molín

Creo que aún vivía en el hotel, en aquella habitación abuhardillada en la que todas las mañanas me despertaba (antes de que lo hiciera el despertador) con el ruido sonido de las gaviotas. Debió ser por entonces, una tarde, al finales del mes de agosto cuando me llevó allí. Me dijo que me gustaría el sitio y que nos tomaríamos unas sidras comiendo llámparas mirando el mar. Para un madrileño que apenas había salido de casa las llámparas eran un vocablo que no existía en el diccionario, pero la idea de mirar el mar me atraía bastante más. Salimos de la ciudad y enfilamos una carretera comarcal que a medida que avanzábamos se iba estrechando y cubriendo de eucaliptos. Y retorciendose una y otra vez. Ahí comenzaron mis dudas sobre si, al cruzarnos con un hipotético coche en sentido contrario, cabríamos los dos por una calzada tan estrecha y sinuosa, pero lo cierto es que las dos veces que se dió esa circunstancia, con el susto inicial incluido, cupimos. Todo para llegar a un claro, cerca del borde del acantilado y bajar unas escaleras. «Te va a gustar».

Si en lugar de llámparas hubieramos comido gominolas de ositos me hubieran sabido exactamente igual. No era lo que comías, era el sitio el que olía a sal, a mar, como aquellos bichos. No quise quedarme muy bien con la definición de lo que eran, unas lapas con concha que se adhieren a la roca para soportar la marea; no quería parecer paleto pero aquellos bichos no me acababan de convencer. Tampoco me disgustaron, porque no dejamos ninguna, pero no era la comida, era el sitio, el ambiente. Y la sidra. La sidra era lo que me tenía como un niño pequeño: escanciábamos sidra! La primera la puso el camarero, pero las siguientes fueron cosa nuestra. Ella se apañaba bastante bien, pero yo me estrenaba y trataba de cogerle el asunto al giro de muñeca y a la horizontalidad del cuello de la botella. La marea estaba en pleamar y nos  tenía casi encajonados en aquella terraza, mientras las olas batían una y otra vez. Al cabo de casi dos horas nos dimos cuenta de que era casi de noche y de que había que regresar a casa. Sin quererlo, en ese rinconcito del Cantábrico, nos habíamos contado casi todo lo que teníamos que contarnos, lo imprescindible, para saber que en los próximos meses, en los que trabajaríamos juntos, nos íbamos a llevar bien.

El miércoles, una riada se tragó El Molín del Puerto. Y al ver las fotos me entristece pensar en no poder regresar a determinados sitios, aunque sea solo para evocar otros recuerdos.

3 thoughts on “El Molín

  1. Muy emotivo y muy triste a la vez. Seguro que podrás volver a disfrutar de todo aquello, pero para ello tendrás que esperar un poquito…..

  2. Tengo algún que otro recuerdo parecido, de lugares encantados, de momentos detenidos en el tiempo para siempre … a veces me asaltan las ganas de volver, de repetir, pero es tan complicado. Quien sabe, quizá cuando tengas oportunidad de volver a El Molín éste ya esté allí para acogerte de nuevo.

    Besicos.

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