Día uno

Taylor Swift y yo llegamos a la estación de cercanías un poco más tarde de lo habitual. Mientras bajaba andando las escaleras mecánicas saqué mi abono transportes del bolsillo y el cupón de lo que queda de funda después de 13 años con él. Ninguna de las cuatro talanquetas por las que intenté pasar validaron mi cupón, que yo creía desimantado en algún roce con el móvil, la bolsa o cualquier cosa magnética. Me acerco a la ventanilla donde un chaval atiende a una señora y, sin esperar a que termine, le solicito que me abra las talanquetas: —Se me ha debido desimantar el cupón —le digo, mientras le enseño el abono. —Estamos en marzo —me dice él, entre sonriente y sorprendido nada más ver mi abono. Yo le he puesto cara de «no pienses que soy siempre así de bobo no sé en que día vivo, es que estoy últimamente un poco desorientado» mientras le daba las gracias y me alejaba de la ventanilla. Me bajo con Taylor al nivel menos dos donde se encuentra el vestíbulo del metro que, a diferencia de los cercanías, sí dispensa el abono transportes en las máquinas. Pero, para mi sorpresa y mi consecuente cabreo, todas las máquinas, y al menos hay seis, tenían una pegatina encima de la ranura para las tarjetas de forma que solo se podía pagar en efectivo. El día uno del mes, el día de mayor utilización de las máquinas, no funciona el pago con tarjeta. Fenomenal. Por suerte llevaba un billete de 50 euros en la cartera, algo no muy habitual, y he podido ahorrarme el salir a la calle, encontrar un cajero, sacar dinero en efectivo y pagar mi abono en metálico, lo que me hubiera supuesto, además de un cabreo aún mayor y mayores recuerdos para los familiares de los directivos del Consorcio y del Metro, llegar aún más tarde a la clase de «Mantenimiento de ascensores y transporte vertical» que tocaba esta tarde y que al final fue una clase de «Mantenimiento de ascensores y transporte vertical» en la que, en lugar del ponente, escuchábamos a David Bustamante de fondo cantándonos todo su nuevo disco entre gritos de fans y demás fauna consiguefoto. Si algún día montas en el metro y ves a alguien reirse de las pegatinas que certifican el sello AENOR que poseen algunas líneas del metro de Madrid, ese soy yo.

Mucho por hacer

Porque de ti volví a aprender el nombre de las cosas, porque de ti volví a aprender lo necesario: pan, casa, destino, camino. De ti volví a aprender, del bosque de tu alegría, de manos de tu sereno misterio. Aprendí a sumar lo lógico y lo incierto, a poner la mesa. Aprendí a tolerar la presencia necesaria de las arañas. Aprendí a soportar sólo lo soportable. Y quedaba mucho por hacer, rechazar el tedio, luchar contra él. Y quedaba mucho por hacer… Limpiar de malas hierbas el prado, arrancar las rejas y cercados, hacer montones: perros con gatos, hacer montones: soles y estrellas, borrar las señales de vuelo para que los pájaros sean dueños del cielo. Y quedaba mucho por hacer. Del bosque de tu alegría Manolo García 1998, Arena en los bolsillos

Un poco más

Cuando yo era pequeño el uno de noviembre era un día gris y frío en el que íbamos al cementerio. Yo no entendía muy bien por qué íbamos, nosotros y la gente en general, al cementerio el día uno de noviembre, fiesta de Todos los Santos (el mío, el tuyo, el de todos, pensaba entonces —pienso ahora—) en lugar de ir el día dos que es el día de Todos los Difuntos. No lo entendía entonces, ni lo entiendo ahora. Pero siempre o casi siempre era gris y, sobre todo, frío. Y alrededor de ese día siempre había huesos de santo de postre. Los huesos de santo me gustaban entonces, y ahora, porque están hechos de mazapán, que me gusta, y que además me evocaba antes, y ahora, aunque menos, que la navidad se acercaba y por navidad los mazapanes se servían a diario. Ahora que soy mayor el día uno de noviembre es un día espléndido y hace calor. El termómetro marca 20,7º a las cuatro y media de la tarde. Y en mi patio ya no da el sol desde hace varias semanas y no tiene opción de calentarse en exceso. Pero hace calor. Y ocurren más cosas, que no sé a qué se deben. Cosas como acceder un 31 de octubre, Halloween, a las seis y media de la tarde, mientras se hace de noche y en manga corta, al Hipercor y encontrármelo adornado de navidad, cuando aún no he saboreado un hueso de santo ni su mazapán ni su evocación navideña, cuando aún no he usado un jersey de lana o una bufanda o unos guantes. Por no hablar de que tengo todas las plantas en flor, como en abril, pero en noviembre. Así no es muy difícil volverse un poco más loco.

Lisboas

La semana pasada cascaron las dos máquinas de afeitar que uso. La que me trajeron los Reyes se quedó con el interruptor hacia dentro, haciendo falso contacto, de forma que se encendía cuando le venía bien. La que me tuve que comprar en vacaciones (que también es fatalidad que te vayas de vacaciones y se te rompa la máquina… suerte que en Lisboa hay un corteinglés) funciona bien, pero una piececilla que lleva un muelle (se supone que oculto) ha perdido el muelle y ahora afeita como cualquiera, esto es, poniéndo el baño perdido lleno de pequeñísimos pelos, mientras que con la nueva y su sistema de aspiración quedaba todo en el cajetín (una cosa supermoderna y superútil). En El Corte Inglés me han cambiado, así sin más preguntas, la de los Reyes por una nueva, entre risas de las dependientas que veían avanzar la máquina sola sobre el mostrador (para mi suerte, a la máquina le ha venido bien encenderse al presionar la chica el botón, pero ha decidido no apagarse). La metió en un cajón y me dió una nueva. Pero para la portuguesa me ha dado un número de teléfono del servicio post-venta de Philips porque este modelo «en este centro no lo tenemos». Llamo al número gratuito y un chaval algo empanado me empieza a hacer preguntas. Después de darle el número de centro, de operación, mi DNI, mi código postal, mi dirección, mi móvil, la fecha de compra, mi nombre y apellidos, el modelo del barbero, el número de serie (oculto debajo del cabezal) y casi hasta mi talla de calzoncillos, me pregunta: — En qué centro de El Corte Inglés lo compró? — En Lisboa —le digo, algo temeroso de encontrarme problemas a nivel internacional. — Espere un momento —me dice; y tras unos diez segundos de silencio, me pregunta: — ¿Lo compró usted en Portugal? He respirado, he sonreido y he acertado a decirle «claro, claro, en Portugal…». Cuántas Lisboas más hay en el mundo??

Cambios

El tiempo no pasa en balde. Cada día que pasa cambiamos un poquito más, crecemos un poquito más. Existe un problema: como nos vemos a diario no somos conscientes del cambio hasta cierto tiempo después. Pero crecemos y cambiamos. En estos últimos meses yo he crecido, aunque no a lo alto (no más, por favor!) y he cambiado, añadiendo la jardinería a mi lista de entretenimientos (por ejemplo). Y para dar fe, aquí una muestra de que el tiempo pasa y de que las cosas cambian y crecen. Mi ventana el 23 de junio y hoy. Mi triste patio el 22 de mayo y mi frondoso patio hoy.

Alcorcón

Siempre había pensado que Alcorcón estaba ahí detrás. De hecho, juraría que el viernes, cuando monté en el metro, vi ese nombre en la lista de estaciones que suceden a la mía, en la misma línea en la que yo viajaba. No recuerdo exactamente cuándo fue la última vez que estuve allí, pero sí recuerdo que no hacía falta pasaporte, ni salir del país. Todo eso cambió anoche cuando recibí un mail del Portal de Empleo de la Comunidad de Madrid con una oferta de trabajo. Soy escéptico ante estos, pocos, correos que he recibido de este destinatario en los meses que llevo desempleado, pero aún así, lo abrí para comprobar qué se me ofrecía. Me equivocaba porque, a priori, con la información básica que ofrecía el mail, tenía buena pinta; la oferta era ahí detrás, en Alcorcón. Cuando abrí la ficha mi concepto de la geografía local cambió y decidí que Alcorcón se me hace muy lejano para ir todos los días a trabajar. (Los subrayados en rojo son míos).

Pre-inscrito

Fui al dentista a las diez, porque tenía cita para la revisión de la férula. Después de mirarme las encías y comprobar que están perfectamente y que mi sensibilidad ha desaparecido, el dentista procedió a examinar la férula. Hasta cuatro personas miraron asombradas las marcas de todas mis piezas inferiores en la férula, algunas con más de un milímetro de profundidad. —Sueñas cuando duermes? —me pregunta el dentista. —Me supongo, pero no lo recuerdo. —Mejor, porque con estos mordiscos… Salí del dentista y me subí a Madrid. Tenía que recoger una documentación cerca de Sarajevo la calle Serrano, de donde conseguí salir entre tanta valla «tipo Ayuntamiento», tanta pilotadora de pantallas y tanto newjersey de plástico. Alcalá, Gran Vía y Princesa. En esta última un Peugeot 107 azul marino, nuevo, con un peluche en la bandeja trasera y una L resplandecientemente nueva, formaba un espectacular atasco. La pobre conductora no era capaz de echar andar el coche calle arriba frente al hotel Meliá. Lo calaba una y otra vez. Y otra más. Y otra. Cuando conseguí adelantarle recordé mi primera experiencia en hora punta en la cuesta de san Vicente, que fue bastante parecida, pero con un Renault 7. Llegué a la Escuela de Aparejadores, mi escuela, con mucha seguridad (toda la que me faltó en anteriores visitas) a solicitar mi expediente académico. Yo pensaba que ser antiguo alumno tendría alguna ventaja, pero no: me tocó aguantar pacientemente la cola de secretaría como toda la vida, entre alumnos con matrículas y mucho jovenzuelo. Al llegar a la puerta descubrí otro motivo de desesperación más: la Ley de Protección de Datos. Al entrar me encontré con «las pilinguis». Aún hay dos de las tres que conocí. «Las pilinguis» son las funcionarias de secretaría y las llamábamos así porque su estilismo en los noventa era aún ochentero: mini-minifaldas de cuero, vaqueras, pelos cardados, abuso de la laca, tintes rubios con raíces negras… Ahora ya no llevan tanto retraso temporal en su indumentaria y vestían ropa perfectamente de moda a primeros de siglo. La rubita (de bote con raíces negras) de siempre me atendió. —Es por lo de la Ingeniería de Edificación? —me dice sonriendo. —Sí —le digo yo sonriendo más. —Dame tu DNI. Se lo doy y lo teclea en la base de datos. En ese momento aparece mi ficha en pantalla y, lo peor, mi foto, una foto de 1996. Ella ha mirado la foto y después ha cotejado la del DNI. Y después se ha girado para mirarme la cara mientras yo sonreía y le ponía ojitos de «no-hagas-comentarios-sobre-el-pelo, porfa«. Me entrega mi expediente, me sonríe de nuevo, le doy las gracias y me voy al Rectorado de la Universidad Politécnica a entregar el expediente y el resto de la documentación. Allí había otra cola más, esta más heterogénea, porque los papeles que la gente entregaba eran variados y con diferentes colores. Me entretengo leyendo el periódico en el móvil mientras la cola avanza y llega mi turno. —Vengo para la presentar la pre-inscripción en el Grado —le digo a la chiquilla del mostrador. —Muy bien. Déjame la documentación. Le hago un par de preguntas sobre una fecha que no tenía clara y que tenía que rellenar y me dejo a propósito una casilla sin rellenar. Entonces me entero de que hay un examen, «una prueba» (como me dice ella) la semana que viene. Así que sí. El próximo miércoles tengo que ir a la Escuela ha hacer un examen de inglés, del que aún no han colgado nada en la página y que creo que no me voy a preparar. Y sí, ya estoy pre-inscrito para poder matricularme en septiembre en la Universidad y sacarme el Grado en Ingeniería de Edificación. Veremos si paso la prueba de inglés, si paso la ecuación de baremo (que incluye la nota de Selectividad), si consigo plaza y si al final me matriculo o no…

Cosecha

Cuando empecé a trabajar, de becario, me comía los sueldos en un abrir y cerrar de ojos. Daban para poco, todo sea dicho de paso. Cuando empecé a ganar sueldos más sensatos, ya titulado, me los comía igual. «La novedad», pensaba. Con el paso de los años fui introduciendo el concepto de ahorro en mi vida de tal forma que cuando me despidieron en enero, echando cuentas, podía sobrevivir más de un año con la prestación y mi pequeña fortuna. En febrero mi madre me regaló una planta del dinero (que no da dinero) con apenas cuatro hojas. Hoy está así. Pero… al acercarme descubro auténticos mordiscos y puntitos negros sobre la mesa. Quién ha sido? Por la otra cara de la hoja, descubro un gusano o una oruga (dejo al lector que le ponga género al bicho). Toba en la hoja y al suelo; pisotón; está moribunda. En un rato aparecerán hordas de hormigas a devorarla y será el momento de cargármelas a todas!!! (Creo que necesito volver a trabajar). Y estos son mis dos primeros pimientos!!!

Bluff

Una lluviosa mañana de sábado de 2004 llegué en cercanías a la estación de Atocha y, después de llenarme los zapatos de barro, conseguí acceder a la caseta de obra donde me esperaba mi compañero Ingeniero de Obras Públicas con un casco, un impermeable y unas botas de ingeniero. «A buenas horas», pensé mientras me las calzaba. De allí salimos para montarnos en un trenecito de tamaño XS que nos llevó hasta un lugar indeterminado bajo la calle Hortaleza por donde avanzaba a buen ritmo la tuneladora que horadaba el segundo túnel de la risa. No sé si ya por entonces la empresa adjudicataria de la construcción de la estación de Sol (distinta de la nuestra) había empezado la obra o no. Lo que recuerdo es que cuando el túnel entró en servicio el año pasado hice un viaje por él para mirar, como un niño con la nariz pegada al cristal, lo que se intuía desde el túnel de la futura estación. Pero hoy, cuando he salido del tren y he llegado al final de las escaleras mecánicas de subida he pensado que la estación era un gran bluff. No sé qué esperaba; realmente nada, puesto que ya la había visto por la tele y en internet; quizás que al verla en directo me impresionara algo más. Pero nada de nada. Me ha parecido una estación de cercanías subterránea más. Ni joya de la corona, ni joya siquiera. Arquitectónicamente. Como obra es, evidentemente, un obrón de campeonato que ha dejado la Puerta del Sol y la calle Montera más huecas aún de lo que ya lo estaban. Y como infraestructura es algo que a la ciudad le va a venir muy bien (como esa línea que quieres hacer, Pepiño, transversal a las de la risa. Sácala a concurso ya!!). upongo que eso es lo que me hace diferente: todo el mundo despotrica sobre la salida acristalada y poliédrica y a mí es lo único que me gusta…

Dónde

Este fin de semana he compartido ratos con mucha gente: amigos y conocidos; con algunos, a los que no he visto, he hablado por teléfono, mi nuevo teléfono (que no es un iPhone). Pero una de las personas que más presente ha estado este fin de semana en mi cabeza ha sido alguien a quien no veo desde hace veinte años. Cosas del remember. El sábado mientras hacía la casa y deambulaba, mientras ponía lavadoras y preparaba la comida, en la radio sonaba la discografía ochentera de Michael Jackson. Y entonces apareció ella en cada uno de esos temas. Apareció aquella cinta de vídeo beta donde su hermana grababa vídeos de la tele, aquel vídeo que nuestros padres no nos dejaban ver «porque era de miedo», nuestras teorías sobre llamar dirty a Diana Ross en una canción «con lo amigos que eran» o nuestras imitaciones del We are the wolrd. Pero también aparecieron mis primos, en aquellas tardes de año nuevo en las que imitábamos el moonwalk o aquel Annie are you ok? en el que se perdía la verticalidad sin levantar los pies del suelo. Y más y más recuerdos a cada canción, todos diferentes, algunos casi olvidados. Y estos te llevaban a otros, y estos a su vez a otros más lejanos… Cuando alguien que ha estado tan presente en tu vida, sin casi notarlo, desaparece y todos esos recuerdos emergen desde el fondo de la memoria hasta la superficie, aunque sea para volver a hundirse después, es imposible no sentir el paso del tiempo en toda su magnitud, sentirte envejecido en un momento y darte cuenta una vez más de dónde estabas, dónde querías estar y dónde estás.