Volvemos a ser amigos

Hace como cosa de un mes descubrí que en mi patio habitaba una salamanquesa. Una noche, regando las plantas saltó desde detrás de una maceta, trepó por la pared y desapareció por el tejado de la casa de enfrente. Por un lado, dejando el susto inicial aparte, me alegré de no vivir solo, tras las trágicas muertes de todos mis compañeros de piso acuáticos; las plantas son entretenidas pero el hecho de que estén en la calle hacen que la relación sea como un amor de verano. La salamanquesa aparecía tras la maceta más insospechada, incluso en las que están en el alféizar de las ventanas. Mi padre me dijo que no me preocupara puesto que no sólo no creía que entraran en casa sino que además se comería todos los bichos de las plantas. Me alegraba la idea de que estuviera. Cuando de pequeños pasábamos los veranos en casa de mi abuela las solía ver reptando por la fachada. Aquello era como un recuerdo recuperado del pasado.

Un día no estaba. Al siguiente tampoco. Alguna tarde la ví por la parte alta de la pared, la que está junto al tejado. Me acostumbré a la idea de que se había ido, que había buscado un patio más acogedor, con más plantas o con un dueño más sociable. Pero anoche apareció de nuevo.

Y al verla me dije «mira, si ha vuelto Sandy». Y entonces me enteré que alguna parte de mi cerebro la había bautizado como Sandy sin yo saberlo. Se llame como se llame, ha pasado la noche aquí (otra cosa interesante, alguien pasa la noche en mi casa). Esta mañana después de desayunar (una tortillita a la francesa y un zumito bajo la sombrilla de mi patio, cositas de guay) eché un manguerazo al patio para refrescar y de uno de los maceteros con yedra volvió a aparecer la salamanquesa. Fui condescendiente y no me cebé con el agua en esa zona para que no sufriera y no me volviera a dar de lado.