Bruxismo nocturno

El mes pasado acudí por primera y única vez al podólogo. Te sientas en un sillón como el del dentista y de repente empiezas a elevarte hasta estar sentado a más de un metro del suelo, sin posibilidad de bajarte a menos que saltes. Fui porque algunos días al descalzarme por la noche tenía los pies, las plantas sobre todo, un poco hinchadas y como mojadas, como si acabara de salir de la ducha. Una desconocida hipocondría me hizo pensar que en alguno de los procesos me descalzo/nado/me ducho/me calzo again había cogido hongos o algo en los pies. Pero el podólogo, sentado en una silla al nivel del suelo y con mis pies frente a su cara, me dijo que no, que todo estaba correcto. «Te sudan las manos?» me preguntó. En mi boca estaban ya los términos «generalmente» y «no», pero en ese momento comprobé que, efectivamente, me sudaban las manos, así que añadí «aunque ahora mismo, por ejemplo, sí». El podólogo me contó que a veces el organismo, ante situaciones de tensión, nervios o ansiedad, hace sudar las manos como forma de escape y los pies, en el fondo, son otras manos; así que, aunque no lo notara, las plantas de los pies podían sudar también en esos casos extremos. Hoy fui al dentista como colofón a la revisión anual: un empaste roto y arreglado la semana pasada y una limpieza hoy. Advertí al dentista de que una muela aparentemente sana me dolía, sobre todo con líquidos fríos o calientes, aunque también muchas veces sólo al contacto con el aire. Me radiografía la pieza en cuestión, me la muestra en la pantalla del portátil a los 30 segundos y descarta cualquier caries oculta. «Eres nervioso?» me pregunta. En mi boca recién limpiada esperaban, otra vez, los términos «generalmente» y «no», pero el movimiento compulsivo de mi pie me delató sin llegar a poder usarlos. Así que ya hemos resuelto el misterio de mi extraña sensibilidad dental: rechino los dientes por la noche, durmiendo (algo que me dijeron hace años, pero que yo, evidentemente, soy incapaz de comprobar), de forma que presiono las piezas superiores contra las inferiores y, además de levantarme con un extraño dolor en las articulaciones de la mandíbula que no había relacionado con esto, he reventado el cuello de varias piezas de mi boca, de forma que el esmalte y la dentina que protege la zona intermedia ha desaparecido y mis piezas son más sensibles a todo. Por delante cuatro reconstrucciones del cuello de la encía o del diente (no se ya de quién es el maldito cuello roto) a 50 pavos each y una férula de descarga para dormir a partir del mes que viene. Con todo, lo peor es descubrir que dos personas que no me conocen de nada, ni se conocen entre ellas, hayan llegado a la conclusión de que soy nervioso cuando yo creía que no lo era.

Seminarista

La capacidad del flamante nuevo auditorio del Colegio debe rondar las 100 personas y estaba lleno, más o menos, al 80-90%. A mi me invitaron por estar dado de alta en la Bolsa de Trabajo del Colegio y desempleado, como casi todos los asistentes. Por delante cuatro horas de seminario gratuito (un detalle para las circunstancias) bajo el título Técnicas de actuación ante la nueva situación del mercado laboral, cuatro horas, una detrás de la otra. Primero nos hablaron dos abogados sobre temas jurídicos y legales que ya conocía casi en su totalidad, al menos en lo que me incumbe. Uno de ellos era externo y el otro del Colegio. Un crack este último porque gracias a frases como «la cámara de fotos es tu mejor amigo, ni perro ni nada»,  «los autónomos en teoría estáis trabajando, aunque no trabajéis. Para la Administración, no trabajáis porque no quereis» ó «para que te concedan un aval hoy en día hay que estar emparentado con el Vaticano» consiguió que no cayera roque en la delicada primera hora de un curso vespertino, que siempre coincide con la digestión. Luego habló una mujer sobre líneas de crédito y creación de empresas y, mientras, hojeé un libro que nos han editado para la ocasión, una especie de Guía para sobrevivir al desempleo en la construcción en el nuevo siglo. Cuando terminó la mujer nos dejaron quince minutos para descansar. Y fumar; casi no he fumado hoy entre curso y piscina. En lugar de bajarme a la calle, que estaba dos plantas por debajo, me subí a la azotea, que estaba dos plantas por encima. Siempre es mejor fumar viendo cosas así: Después del parón la responsable de la Bolsa de Trabajo nos contó por enésima cómo se hace un currículum y una carta de presentación y cómo se afronta un proceso de selección y una entrevista y esas cosas de siempre, aunque en el fondo fueran divertidas sus anécdotas y útiles sus consejos. Y quedaba una última hora, reservada para otra de recursos humanos que yo pensaba que nos iba a contar más de lo mismo. Pero no. Con ella tuvimos que pensar; hubo que aparcar a un lado términos técnicos, económicos y jurídicos, por otros, más difíciles de asumir y de decir en alto: frustración, incertidumbre, fracaso, culpa, decepción, miedo, ansiedad, estrés, angustia, palabras que salían de boca de gente que las sentía, como las he sentido yo. Elena nos ayudó a decirlas en alto y a afrontarlas, como el resto de problemas. Y nos dijo que habláramos, que no lo guardáramos, porque «cuando uno habla [o escribe], ordena sus pensamientos».

Perspectiva

La vía sigue un trazado dirección al norte. Tomo el tren unos metros antes de que empiece a girar hacia el este; cada metro que avanza, además, toma altura, situándonos a varios metros del suelo. Vuelve a parar en una estación que parece que flota en el aire, arranca de nuevo y al dejar atrás los edificios nos ofrece un travelling de la ciudad de Madrid. En días claros, como hoy, muestra de fondo el Sistema Central cubierto por una manta blanca que no deja distinguir las cumbres. Delante la ciudad, plana, horizontal y despuntando de ella, su skyline: Torrespaña, torres de Valencia, Jerez, Madrid, España, Europa, Picasso, BBVA, Puerta de Europa y, doblando la altura de todas, las cuatro torres, que desde el tren parecen solo dos. Desearía que el tren subiese más, se elevase como la bici de Eliot y nos dejase ver la ciudad como una maqueta. La imagen desaparece bruscamente bajo una autopista; entramos en zona urbana y al fondo, sobre las primeras edificaciones, aún se distingue la coronación de algunas torres. El tren para de nuevo, antes de volver a girar de nuevo y definitvamente al norte. Alternamos estaciones descubiertas con otras soterradas, tramos de túnel y sobre rasante; catenaria, traviesas, raíles, vallado perimetral, luces que van y vienen según avanza el tren en la negrura del túnel, al sol en algunos tram0s. Entonces ocurre. El tren sale del túnel para sobrevolar el río y la M30 y en ese momento, y en días claros y despejados como hoy, sin contaminación, las cornisas de las cuatro torres se alinean con los demás edificios. Apenas dura unos segundos, pero durante ese tiempo, la orografía y la visual se asocian para que esos colosos sean de la misma estatura que las demás torres, que ahora se mezclan con bóvedas religiosas y edificios de viviendas, sin destacar por nada, pasando inadvertidos, buscando el punto donde se fugan todas las líneas de la perspectiva. La imagen se apaga de nuevo; el tren vuelve a entrar en el túnel otra vez.

Paso de cebra

Espero que el muñeco rojo se apague. Los semáforos son nuevos ahora y los muñecos y los discos de colores son de puntitos, de leds que, dicen, se ven mejor en malas condiciones de visibilidad (esto no es Londres, pero se agradece igual). Está desproporcionado. Tiene unas piernas y unos brazos anchos, en relación con el cuerpo y la cabeza. Y unos zapatones tremendos. Parece hosco. En lo que desaparece pierdo la mirada en las franjas azules y blancas que componen el paso de cebra (o cómo mezclar una señal estándar con los colores corporativos del Ayuntamiento). Si me abstrajera un poco más, si el semáforo fuera a durar un poco más, podría perderme en el azul de las franjas y pensar que es el cielo o el mar de cualquier playa remota. No suena nada, solo la música de mi iPod. Se ve gente que espera, coches que vienen y van, autobuses, pero sin sonido. El rojo se apaga y aparece el muñeco verde. Es más estilizado que su compañero, sus piernas son largas y delgadas y están en proporción con su tamaño; se parece más a mí. Está andando y su zancada arranca la mía, de metro, que hace que solo pise un color mientras ando. Decido pisar el blanco esta vez, para no mojarme las zapatillas con el agua de la playa; para no sentir vértigo al andar sobre el cielo. Espero el segundo semáforo, a la vuelta de la esquina, y pienso la cantidad de veces que lo habré cruzado en mi vida. Sin duda es el paso de cebra que más he pisado nunca. Echo cuentas gordas y mentales mientras espero el segundo cambio de color, pensando sólo en una parte de mi vida: once años yendo al colegio, al mismo colegio, cruzando a diario ese paso de cebra cuatro veces al día, cinco días a la semana, cuatro semanas al mes, nueve meses al año…  dos carriles en un paso, tres en el otro, tres metros por carril… 120 kilómetros en once años sin haberme alejado más de 50 metros de la puerta de casa de mis padres… a veces llegamos más lejos de donde realmente nos parece.

Cuarta

Nieva, otra vez, cuatro semanas después de la gran nevada, y por cuarta vez en este año (para mí quinta en este invierno). Suena Otis Redding en mi iTunes y me pregunto si me merece la pena salir de casa porque la experiencia me ha demostrado que los días con nieve que me quedo en casa me salen más pacíficos que los que salgo. Pero tengo que salir, porque hoy celebramos cuatro cumpleaños que suman 127 años y yo aporto el 25% de los mismos, así que sin mi la celebración sería como una mesa de cuatro patas, pero sin una de ellas. Un cumpleaños con gente que, cuando empezó a nevar el primer día, eran mis compañeros de trabajo y que ahora, cuando vuelve a nevar, cuatro semanas después, son lo mismo, pero con el prefijo ex- delante… Disfrutad de la nieve. A mi no me sale…

Eternidad

Tres meses después de cumplir los treinta y tres años Jesucristo murió, en teoría crucificado por los romanos, pero en realidad sacrificado por su padre que, cuentan, lo entregó para salvar a la Humanidad, después de varias horas de pasión. Así que con esa edad ya había hecho todo lo que tenía que hacer en la vida y, no sólo eso, pasó a la eternidad por aquello, tanto que dos mil años después estoy hablando de él aquí, en mi blog ateo. Un mes antes de cumplir los treinta y tres años y figuradamente, claro, viví algo parecido a Jesucristo, pero en orden inverso: primero me crucificaron y después me tocó vivir una pasión de varias semanas. Pero hoy, cumplidos los treinta y tres, y después de asumir que no sólo no tengo nada por lo que pasar a la eternidad sino que vuelvo a estar en la casilla uno de esta oca particular que a cada uno nos ha tocado vivir,  he decidido resucitar, tanto aquí como en el día a día. La pasión, el calvario, no ha terminado, ni mucho menos; en realidad no ha hecho más que comenzar, pero ahora, creo, estoy algo más preparado para hacerle frente, para conseguir hacer algo por lo que pasar a la eternidad. Lo conseguiré?

Definiciones

Las definiciones que te enseñan en la asignatura de Mantenimiento y Rehabilitación se asemejan a las que da el diccionario de la Real Academia. Demoler destruye la edificación existente, sin intencionalidad de recuperar nada. Derribar, en ese proceso, la desmonta, recuperando parte de los elementos construidos. Pero luego, en Análisis de los Sistemas y Procesos Constructivos, que depende de la Cátedra de Construcción, es al revés: el derribo es la destrucción sin recuperación de los elementos y la demolición el desmontaje de los elementos recuperables. Ahora entiendo por qué esta última asignatura fue la última que aprobé en la carrera, por qué tuvo que existir un verano entre el aprobado del examen de una y el de la otra. Veinte días después he quitado la bola de acero y sus dos mil kilos de peso. Con ella encima de todo, fue fácil seguir la vida: estaba ahí y nada se podía hacer. Pero al final, tras pensarlo, retiré la bola. Debajo me he encontrado los restos de esa construcción que tanto tiempo me había costado conseguir poner en pie. Desescombrando empecé a comprender el verdadero alcance; apenas unos segundos bastaron para destruirlo todo, el trabajo y el esfuerzo de días y años. Destruido. Hay algunas partes que no están inservibles del todo aunque no se podrán utilizar hasta que se reconstruya, al menos parcialmente, el edificio principal. Se salvan los cimientos, otra vez. Y ahora, de nuevo, tengo que partir de esos cimientos y levantar lo mismo, otra vez. Y ganas tengo, realmente, pocas.

La hemeroteca

Me ha costado dos días, pero he terminado de unificar (primero), filtrar (después) y ordenar (finalmente) la hemeroteca. La hemeroteca no es otra cosa que el resultado de un poco de diógenes, falta de tiempo para leer y mucha prensa. Que no te da tiempo a leerte ese par de artículos o ese reportaje que te gustaba? Pues se arranca la página (en revistas) o se separa (en periódicos, no los leo con grapas) y en otro momento… qué momento? La experiencia me ha demostrado que ese momento no existe; es decir, que o lo lees ese día o en los treinta o cuarenta sucesivos o no lo leerás jamas. A menos que te quedes en el paro, claro. Con mucha paciencia y la compañía omnipresente ayer de Obama me los volví a revisar e hice criba. Resulta un ejercicio ciertamente desconcertante el saber por qué guardaba tantos recortes de determinados temas que ahora me interesan más bien poco. O curioso ir descubriendo proyectos e incios de obras que ya están terminadas, o que nunca se llegaron a ejecutar; incluso obras en las que trabajé yo personalmente o algun amigo y conocido. Sin querer ves la evolución de la tipografía de un periódico, las mejoras, los cambios de diseño y de maquetación y, como no, de la publicidad, de cómo éramos y vestíamos hace no tanto. Sólo un tercio aproximadamente del total se ha salvado de la criba. Hoy los he ordenado en orden cronológico con la idea de echar todos los días una horita o dos, y quitármelos de encima cuanto antes. El paquete más antiguo, y por el primero que empezaré, es de 1995. En el peor de los casos la lectura aclarará algún punto de la Historia desconocido o anecdótico. En el mejor, haré un breve repaso por aquello que me llamó la atención del periódico durante casi quince años, pero en un momento atemporal desconcertante.

Jubilado

Idealicé, durante el trayecto en metro, la situación perfecta: una piscina olímpica, con sus ocho calles y sus siete corcheras, toda vacía para mí. Sabía que no se cumpliría porque al menos estarían los socorristas y algún jubilado. Y así fue. Fue mejor, porque estaba lleno de jubilados; no es que abarrotaran la piscina, sino que la poca gente que había rebasaba los 50 y los 60 años con creces. De largo. Yo aparecí allí con mi bañador y su cuerno en el culo, me puse mi gorro y me lancé al agua. En mi calle había tres, y decir que nadaban es insultar a Michael Phelps: se deslizaban por el agua, mezaclando estilos, a una velocidad que para nada correspondía al nivel medio que indica el cartel de la calle. Al principio, cuando arranqué, pensé que la sesión sería un rollo porque me pasaría adelantándoles toda la mañana, pero después, metido en jarana, aquello se convirtió en un entretenimiento divertido: a su lado yo era como un largo y estilizado pez que giraba a izquierda y a la derecha para esquivarles (porque eso de ir por la derecha, ellos, para nada!). Después, en un claro de la mañana, el sol apareció por la cristalera y llenó el fondo del vaso de la piscina proporcionando una imagen que no acostumbo a ver y que me hizo pensar por un momento que debo buscarme un curro de tarde para poder sentir eso todos los días. Cuando quise darme cuenta me había pasado del kilómetro inicialmente previsto. Podría haberme hecho otro más, porque me sentía como si acabara de empezar, pero opté por dosificar y subirme al gimnasio. La sala de musculación que yo conocía por la tarde era una sala creada por tabiques móviles y cortinas separadoras, de esas de las que tanto he aprendido estudiando polideportivos y piscinas, pero hoy estaban todos alzados y la superficie que debajo ocupa la piscina olímpica, siempre compartimentada, lucía diáfana sus tatamis y sus redes de bádminton. Al fondo, la sala de musuculación, en donde había idealizado también pasar un rato aburrido entre gente con brazos descomunales, pero en lugar de eso me encontré varios chavales mas parecidos a mi, con brazos normales y al fondo un corrillo, un nuevo corrillo, de jubilados haciendo gimnasia. De jubiladas, porque aquí las mujeres eran mayoría,  con sus collares, sus pulseras y sus pelos cardados, y sus chándales rosas y sus mallas. Corriendo, botando pelotas… todo un espectáculo. Mientras me duchaba pensé en qué voy a hacer cuando me jubile, si seguiré nadando o si permitiré que un jovenzuelo me adelante y me use de boya móvil para motivarse en su entrenamiento.

Líneas

A la línea roja le da igual tu estado, le da igual si trabajas o no, si vienes o vas, si estás en casa o te vas fuera. Ella no entiende de situaciones, sólo la suya, que es aparecer todos los meses y hacer limpia de dinero en el banco. A ella se suma la naranja, más comedida, y controlable. Ambas forman el conjunto de gastos  y para hacerles frente está la línea azul… azul, cuál si no? La línea azul se amolda, ahora, a las circunstancias de la vida. Ella es condescendiente con la situación actual y ofrece felxibilidad, pero con fecha. Esa misión es de la línea azul claro, esa línea es la que en realidad dice qué cantidad de la azul oscura es realmente necesaria y qué otra prescindible. Y el día que esa línea azul claro cruce con el eje del tiempo ya no habrá marcha atrás. Ese es el plazo que tengo para modificar este gráfico y conseguir que todas las líneas, con independencia del color que tengan, estén por encima del cero. Gracias a todos, habituales de aquí o no, por los ánimos, los emilios, los esemeses y los mensajes del feisbuk. Gracias!

Te gusta conducir?

El chavalito que me atendió ayer en la oficina del INEM (chavalito porque era más pequeño, bastante más, que yo) me aseguró con cara de qué-suerte! que me correspondía «el máximo» en concepto de prestación por desempleo. Ese máximo no llega a la mitad del sueldo que yo tenía la semana pasada, pero al menos es algo. Anteriormente una compañera suya, que rozaba la perfección en su trabajo, intentó sin éxito que mi nombre no fuera mi primer apellido y mi segundo apellido mi nombre en la ficha que de mí tiene el Ministerio de Trabajo. Pero no fue capaz. Y antes de tratar con cada uno de ellos me dio tiempo a hojear enteros y a leer varios artículos y reportajes de El País del domingo y El País Semanal, respectivamente, que me había llevado en previsión de una larga espera. Gracias al iPod, una vez más, me abstraje del sonido ambiente de la sala de espera en donde además de lenguas diversas se oían de vez en cuándo voces demasiado altas. Por la tarde aproveché para ir a ese sitio donde se pueden cambiar los regalos de los Reyes que te vienen mal. Cambié un libro que le dejaron a mi prima en casa y que, casualmente, ya se había leído y mi juego de la Wii. Ya que estaba me metí en las dos o tres tiendas de siempre a mirar las rebajas, o lo que quedara de ellas. Al final cayeron unas zapatillas que costaban 39,95, marcaban 29,95 y por las que pagué finalmente 19,95. No lo llevaba en mente, pero cualquier excusa es buena y además, me da la gana. Algo más contento, con zapatillas nuevas y todos los recados del día hechos me fui para casa. Y aunque volví a aparcar el alfita en la puerta de casa me he pasado gran parte del tiempo desde entonces hasta ahora conduciendo, aunque dentro.