20 años
El tren salía de la estación de Chamartín a eso de las nueve de la noche, compuesto por una máquina tractora y seis coches-cama, con diez compartimentos por coche y seis literas en cada compartimento. Habíamos llegado allí en autocares y ahora ocupábamos los coches del tren. Los dos primeros y algo más de la mitad del tercero iban llenos de chicos y los otros tres coches y pico de chicas, ordenados por el mismo orden alfabético que seguían nuestros cursos, de la A a la M. Aquella era la primera excursión del Bachillerato y no era una excursión convencional. Para empezar se hacía en tren, que arrancaba de Chamartín y enfilaba dirección sur para llegar a Sevilla a las 8 de la mañana del día siguiente, lunes 11 de marzo de 1991. El día se pasaba en Sevilla, visitando (las obras de) la Expo, un recorrido en autobús por la ciudad y la visita a la plaza de España, para terminar de nuevo a las 9 de la noche en la estación de Camas, de donde partía un nuevo Talgo dirección Madrid, que nos devolvería a Chamartín, y de allí a la puerta del Instituto. Han pasado veinte años de aquel día, que no recuerdo fresco y que he tenido que consultar en viejos libros con anotaciones. Recuerdo al guía contándonos desde el autocar de qué país era éste o aquel pabellón, o mejor, las obras de construcción de esos pabellones. Recuerdo que entramos en el pabellón que después se incendiaría, y que vimos una proyección en 3D con unas gafas de cartón que aún conservo en una caja de zapatos. Recuerdo un Curro, lleno del aire que le generaba un ventilador interior, dándonos la bienvenida y haciendo aquellos aspavientos que nunca llegué a creer saludos. Recuerdo subir a la torre del Banesto, que giraba mientras ascendía y que después aparecería al final de Nadie conoce a nadie; recuerdo lo acogedora que me pareció la vista de Sevilla desde el aire. Y recuerdo lo imponente que me pareció la Plaza de España y lo majestuosa de su planta. Pero por encima de esos recuerdos permanecen dos sentimientos más. Primero una suposición: la creencia de que aquel día, en medio de tanta grúa, hormigonera y casco blanco, inconscientemente me enamoré de la construcción. Y segundo una realidad, que son las tres personas que, después de pasar un día en Sevilla conmigo hace veinte años, aún hoy siguen a mi lado.