Mientras estuve de vacaciones

Dos semanas dan para mucho, sobre todo cuando pasas fuera de casa casi semana y media. Como siempre, el tiempo. El día que me fui de vacaciones lo hice de manga corta y pasando calor. El día 15 de agosto la temperatura estaba ya en 27º (lo nunca visto) y ayer era de 21º. Parece como si el invierno fuera a llegar en lugar del otoño.

La aventura barcelonesa empezó mal en Madrid. La línea 8 tardó el doble de lo esperado y llegué tarde al embarque, así que me tuvieron que hacer la tarjeta a mano. En Barcelona todo bien. Sin retrasos, sin cortes de luz, pero con un tormentón de flipar el mismo domingo. La conclusión de Sitges en verano es que sin camiseta de tirantes no eres nadie. Y el terremoto. Yo no me enteré de nada y eso que esa noche dormí en una cama superalta; pero por casa sí que lo notaron.

La segunda semana de vacaciones fue para París. No sé si decir que es la mejor ciudad que he conocido, pero si no lo es lo parece. Impresionante. Todo. Menos los franceses. No tenía una opinión concreta de los franceses más allá de los camiones volcados con fresas y Zidane, pero prefería no tenerla a tener la que traigo. A excepción de contadas excepciones de trato personal, en general los franceses son “raros, raros, raros” aunque su capital es una de las más hermosas del mundo. Y además ahora cuenta con dos encantos más: hay un taxi que tiene un paraguas de la Dupont mío, y alguien tiene un Motorota V3 que lleva mi firma en la pantalla.

A la vuelta mis plantas estaban tremendamente crecidas, supongo que buscando un sol que brilla por su ausencia y que ya no pega tanto en el patio como antes. Y la fina capa de polvo que dejé antes de irme se ha convertido en una capa de un grosor considerable. Así que toca limpiar porque esto se acaba. Ya veo a la vuelta de la esquina la jornada partida, el currar por la tarde, la piscina, el fresco, la lluvia, el cambio de hora, el otoño (si es que no está ya con nosotros), el invierno y, si me apuras, las navidades. La vuelta al cole, vamos.